1. Caminando bajo la lluvia

—Súbete al carro.

Nada.

—Súbete al maldito carro, Isabel.

—No. —Se abrazó a sí misma con más fuerza—. No me voy a ir a ningún lado contigo. Eres un monstruo. Aquí se acabó todo.

—Entonces te voy a dejar aquí. —Subió la ventana. Miró fijo hacia adelante, sin nada en la cara. Nada. Luego arrancó y se fue.

Fue como un puñetazo en el estómago.

—increíble —exhaló. De verdad lo había hecho, el muy cabrón. Tres años, así nada más. Bailando toda la noche con esa chica alta que acababa de conocer. Quiso llorar. Peor aún, parecía que iba a llover por la humedad en el aire. Su vestido se sentía demasiado frío. Su piel se erizó ante la noche tropical y húmeda que de pronto se había vuelto fría. Empezó a murmurar para sí misma. Su mantra: respira. Inhala, exhala. El camino por delante estaba oscuro, pero si se concentraba, la luz de las estrellas alcanzaba a colarse entre el suelo del bosque y la parte abierta y asfaltada de la carretera. Era tarde, tal vez la 1 de la mañana, y no pasaban vehículos. Isabel miró fijamente hacia la oscuridad abismal de la carretera delante de ella, un túnel abierto y aterrador dejado atrás por el paso de Lucero. La noche se cerraba por todos lados. La perseguía la amenaza de conductores borrachos detrás de ella, y la posibilidad de encontrarse con algo peor adelante. Y a ambos lados de la carretera, unos ojos que parecían asomarse desde lo profundo de la selva oscura y susurrante. Calculó que estaba como a 20 minutos de la casa. Empezó a caminar rápido, sin pensar en su miedo. En nada, solo en los pasos uno tras otro. Un paso a la vez.

Bueno, ¿cómo había llegado hasta aquí? De reina de certámenes, escritora joven, talentosa y premiada, a ahora ser la novia de un don nadie. Se sentía una don nadie. Se sentía como una de esas mujeres olvidables y pasivas que había jurado no ser, una que no tiene identidad propia, un simple apéndice de un hombre, que lo deja ponerle el cuerno y coquetear y usarla como un accesorio en el teatro de su vida. Otra cara gris y ceniza que da lástima antes de desvanecerse otra vez hasta el fondo de tu atención. Y todo lo que hizo, todo lo que bastó, fue una sola elección equivocada. Eligió a un tipo peligroso y todo se salió demasiado de control, mucho más rápido de lo que ella podía alcanzarlo. Más rápido de lo que podía pensarlo y arreglarlo, o incluso detenerse a tocarse la herida y llorarla.

Sus rizos castaños oscuros se le pegaban a la cara, mojados por las lágrimas de rabia y la llovizna.

Cuando llegó a la casa, el portón estaba con candado. Se quitó las sandalias y se trepó por el portón. Cayó sobre algo húmedo y blando. Lo que fuera. Su cuerpo estaba entumecido. Ya no había nada que sentir. ¿Qué caso tiene sentir algo cuando tienes que sobrevivir?

Intentó pensar, pero estaba demasiado cansada. Intentó calcular si él iba a estar amable o si podía darse el lujo de apaciguarlo. Tenía que encontrar una salida tranquila a todo esto, de lo contrario todo iba a explotar y de verdad acabaría en la calle.

Su cuarto estaba cerrado con llave. No fue sorpresa. Pero aun así se sintió como un segundo golpe bajo. Se tomó un segundo para recuperarse. Su mano se quedó congelada sobre la manija inflexible de la puerta. Inflexible como su maldito corazón. Su mente daba vueltas con posibilidades. El sillón, y quizá tomar una cobija. Está bien, puedes hacerlo. Llama su farol. Si de verdad duermes afuera, él va a quedar mal en la mañana. Tú puedes ganar, todo lo que tienes que hacer es llamarle el farol. Isabel tomó una toalla grande del tendedero y se cubrió el vestido sin tirantes y las piernas, y se acostó en el sillón húmedo. Trató de calmarse. Trató de dormir. Pero no pudo dormirse. Le preocupaba quedarse despierta toda la noche. Y eso la asustaba porque en la mañana no tendría energía para pelear la siguiente batalla.

Despertó con el sonido de un motor ruidoso. Él salió en su motocicleta y desapareció por una hora sin decir una palabra. Luego volvió solo para fumar en el porche y meterse al celular, pero sin mirarla. Como si solo estuviera patrullándola. Ella no dijo nada. Fingió no estar dolida, pero lo estaba. Intentó ocultarlo. Justo cuando ya casi estaba al borde de perder la cabeza, él bajó las escaleras.

Ella fue a la cocina a prepararse un bocadillo de huevos duros. Casi se sentía mejor; el burbujeo del agua la calmaba. Siempre le habían gustado los sonidos de la cocina. Se descubrió sintiéndose mejor mientras comía. Él le lanzó una mirada de anhelo lejano.

Instintivamente preguntó:

—¿Quieres uno? Me sobran.

—No —dijo él.

Estúpida, había caído. Él se apuntó una.

Se fue caminando con aire de triunfo.

Hijo de puta, pensó. Crees que me importa. Estás tan equivocado. Solo seguiré fingiendo, pensó. ¿Qué día es hoy? Tres de marzo. Masticó las claras del huevo deslizándose suavemente entre sus dientes. Le gustaba pensar, siempre le había gustado. Era buena en eso. Tal vez podía ser mejor que él.

2. Cuenta bancaria

Él había llevado las cosas demasiado lejos. Pensó en la última vez que revisó su cuenta bancaria. Unos 800 dólares. Con eso podía llegar a alguna parte. El bus costaba 40 dólares y salía a las 4 de la mañana. Ella se atormentó con eso. Con la lluvia y su maleta llenándose de barro y tener que bajarla a rastras por la cuesta. Pero ¿qué opción tenía? Fue al cuarto de él, tomó las llaves de la puerta y abrió su propio cuarto. Empezó a empacar sus cosas con un pánico contenido. Intentó no llorar, todo su cuerpo sentía ganas de temblar. Se decía: está bien. Está bien dejar los libros. No quería, pero pesaban mucho. Y dolía, dolía demasiado. En algún lugar, muy al fondo de su mente, donde guardaba sus pensamientos privados, recordaba que eran importantes, pero no podía elegirlos, y si no podía elegirlos entonces no tenía sentido ir a ningún lado. Y solo ese pensamiento casi la rompió más que toda la otra mierda que había aguantado.

Se oyeron los pasos de Lucero subiendo las escaleras. Isabel se sintió desafiante. Sabía que eso iba a provocar una pelea, pero se sentía bien de defender algo, de haber tomado una decisión. Esto le va a demostrar algo, pensó. Qué exactamente, no lo sabía. Ya no conocía las formas de las cosas. Era como irse quedando ciega poco a poco. No podía poner en palabras las formas y contornos del control que tenía sobre la realidad objetiva, pero recordaba las cosas que eran poderosas. De una memoria lejana. Algunas ideas que jamás podría olvidar, como aprender a tocar piano, las seis notas iniciales de Für Elise y cómo sus dedos aprendieron a cosquillear la melodía. Tocar para su madre porque ella nunca tuvo la oportunidad de aprender. Los recuerdos de las cosas importantes, la manera en que su madre le enseñó a ser fuerte, las reglas de la vida. Y ahora había hecho una de esas cosas importantes, mientras seguía enrollando sus vestidos y metiéndolos a la maleta uno por uno, con las manos temblando, de miedo y rabia y cansancio, pero la mente aún enfocada. Gracias a Dios por su mente, pensó.

Pero la mente se acabaría eventualmente, y el miedo y la emoción tomarían el control. La emoción venía de la nada y era como un monstruo que la dejaba expuesta y llena de moretones. La perdía de sí misma. Delataba sus secretos. Pero tenía que empacar ahora antes de que el monstruo regresara.

Lucero pasó directo frente a la ventana de su cuarto. Sin decir una palabra se fue al suyo. Ella siguió organizando y metiendo cosas en bolsas. Podía sentirlo implosionando, como si las paredes entre su cuarto y el de él fueran tan delgadas, delgadas como su paciencia, siempre hecha jirones. Eventualmente él llegó a su cuarto.

—¿Así que de verdad te vas? ¿Ya? —Tenía los ojos rojos—. ¿Ni siquiera vas a intentar?

Podía sentir al monstruo acercándose, queriendo treparle desde la garganta hasta los ojos. Intentó no ceder, quería que todo el dolor se detuviera, ya mismo. Su voz se sentía como consuelo, pero ella sabía que era una trampa. Aun así, una parte de ella quería creer. No dijo nada, pero la tensión dolía.

—Tú sabes por qué —dijo, practicando las palabras en su cabeza antes de decirlas.

—Isabel, hablemos. Por favor. Por favor, solo mírame, Isabel, mírame.

No lo miró. Contó hasta diez, no lo soportaba. Alzó la vista. Su cara estaba cálida y suplicante. Cuanto más se acercaba él a ella, más miedo le daba todo. Como si eso amplificara todos sus miedos sobre el mundo de afuera y en cambio lo hiciera sentir a él tan seguro. Quería creerle. Estaba tan cansada, solo quería creer, ya casi oscurecía y no quería seguir preocupándose por el mañana.

—Está bien —dijo—. Hablemos.

Así que hablaron, hablaron de comportamiento y dinámicas y cambios y de hacer que funcionara. Y ella cautelosamente hizo las paces con él. Quizá lo he explicado bien, pensó. Tenía fe en sus palabras, si en nada más. Pero al acostarse en la cama junto a él, con sus ronquidos llenando el silencio entre sus pensamientos, recordó tristemente aquel día del viento y la motocicleta, y cómo ese recuerdo se sentía como el recuerdo de otra persona por completo. Y el espacio entre ese entonces y ahora la hizo llorar.

Pero la verdad es que él la amaba, a veces. La abrazaba en medio de la noche cuando los terrores venían a visitarla. Venían todo el tiempo, pero ella no sabía qué hacer. Había pasado una vida entera desde entonces, pero los recuerdos se quedaban como guardias de prisión, vigilándola siempre. Recuerda un nombre, un colchón en un sótano, y el terror que empezaba en la ingle. Y cada vez que comenzaban los terrores ella luchaba, luchaba con fuerza, pero perdía cada vez, y quedaba derrotada una y otra vez. Y empezaba desde cero, y tendría que luchar otra vez para contenerse de no tomar Tylenol sin razón o algo peor, sin razón alguna.

Lucero le hacía olvidar lo difícil que era mantenerse armada, resistir las ganas de desaparecer por completo. Así que cada noche lo tomaba otra vez, como una Tylenol.

3. Juan

Juan era un observador. Miraba el mar todo el día y en la noche miraba la luna sobre ese mismo mar, flotando sobre las colinas lejanas al otro lado de la bahía. Usualmente pensaba en… bueno, en realidad no pensaba mucho en nada. Pero últimamente su mente estaba llena de pensamientos sobre ella. Los chistes que hacía y que eran la verdad. La manera en que le enseñaba cosas y le hacía ver el mundo de otra forma. Casi había pasado un año ya, y no hablaba con ella desde entonces. Incluso su ausencia lo llenaba de paz. Juan era un hombre pacífico, pero no siempre había sido así. Peleó duro contra la vida. Había sido un hombre lleno de rabia. Luego, como un milagro, su rabia se convirtió en oro, y él se volvió un hombre valiente.

Ella estaba lejos, pero cerca. Había elegido al hombre equivocado, eso era obvio para ambos. Así que él observaba. La estudiaba como estudiaba las olas. La manera en que su sombra y su ritmo hablaban de la migración de corrientes muy, muy lejos. Sus ojos miraban el mar, pero su mente miraba algo completamente distinto.

4. Belleza

Ella era hermosa, una definición tajante de belleza. Ojos, nariz, boca, en simetría perfecta. Medida y precisa como un diamante tallado. Su rostro reflejaba el interior de su mente. Era más afilada y dura que cualquier otra sustancia en el mundo. Ella lo sabía porque sabía cómo cortar. Sus bordes serrados guardaban la memoria de cada persona a la que había cortado antes. Y siempre se le acercaban, queriendo probarse, lanzándose contra ella y moliéndola y presionando y aplastando y rallando y raspando. Ella se preparaba, no es fácil ser dura. Pero al final eran ellos los que siempre terminaban hechos pedazos y destripados.

Ella nunca tuvo que probarse a sí misma. No sentía curiosidad por eso. De todas las cosas, esta era la única por la que no sentía curiosidad.

La belleza tenía un propósito. La belleza sabía más. La belleza era genio. La belleza sobrevivía. Y supervivencia, soledad, libertad, son todas la misma cosa.

5. México

Si pudieras describir a México en una palabra, sería: tradición. Los mexicanos saben que son mexicanos. Casi ni se consideran latinos. Eso es demasiado vago para capturar el orgullo y la historia de la tierra. Una historia vieja, vieja, vieja que les ata los huesos, como las vendas protectoras envueltas alrededor de las manos de un boxeador bajo los guantes. Mantiene el corazón y el alma en su forma, a pesar de la violencia y el sufrimiento y el caos que amenazan con destruir cualquier apariencia de dignidad humana. La violencia de pandillas sin sentido, las drogas y las personas que desaparecen constantemente. Retratos de los desaparecidos decoraban los muros de la ciudad, interrumpiendo la serenidad de parques curados y recortados, extendiéndose cada día más allá de la esquina, imprimiendo más rostros, mujeres, hombres, niños, ancianos. ¿Dónde está toda esta gente, adónde se fueron? Suficiente gente para hacer un nuevo México. Pero es imposible dejar México una vez que naces en México; solo se puede cruzar hacia ese río de los muertos, hacia ese otro México cuya realidad física nadie niega.

Oh, la realidad de México, hecha aún más real con cada vida perdida. Las trompetas, las salsas, las cintas en el cabello de las mujeres, el náhuatl, la Santa Muerte, las damas y los vaqueros, los sombreros, el tequila y el mezcal, las montañas, los brujos y el mar.

Una historia tan profunda que pueblos enteros siguen hablando lenguas indígenas, y mujeres diminutas llevan mandiles tradicionales bordados con flores. La resistencia inimaginable de recordar, a través del relato y la cerámica y la fe y la voluntad de repetir las reglas de la vida de una generación a la otra. Donde su gente no solo nombra la conquista española como historia moderna, sino también a los aztecas. Solo otro imperio, otro capítulo en la eternidad interminable del tiempo.

Las lágrimas de la resistencia fluyen libremente en un desierto de destrucción. Es un país donde la guerra entre la no-existencia y la identidad se pelea a diario con los nudillos y los dientes. Hoy la mayoría de los bienes se producen en China. Pero cuando se trata de identidad frente al borrado, de aferrarse a tus raíces cuando el bosque se está incendiando, la encuentras aquí. México es donde la memoria se forja y se exporta al mundo.

Isabel vio todo esto a través de Lucero. Lucero era un hombre débil y vulnerable. No se elevaba hacia su propia fuerza, sino que se hundía hasta el nivel del entorno. México tiraba de él, y él tiraba de ella, y ella lo sentía todo como una herida abierta. La pobreza, los asesinatos, la violencia de las pandillas no solo lo rodeaban, se volvieron él. Se cristalizaron dentro de las lágrimas que nunca lloró en obediencia al machismo.

Con toda su rebeldía y filosofía radical, curiosamente nunca se atrevió a plantarse frente a las fuerzas que causaron su mayor sufrimiento. Incluso cuando le costaron a su hijo. Su filosofía no era vencer, ni siquiera sobrevivir, era rendirse. Obedecía a su debilidad cada vez que esta lo llamaba por su nombre. Era terco e inflexible. Era viejo, sus modos eran antiguos porque se negaba a hacer las cosas de forma distinta. Y siempre guardaba su revólver enterrado en un balde, escondido en un hueco en algún lugar de su finca, porque la guerra no era una posibilidad sino un hecho de la vida.

Un verano, después de muchos días de lluvia, descubrió que el balde estaba lleno de cadáveres de cangrejos que se habían metido ahí y nunca pudieron trepar para salir. El hedor de las conchas podridas era terrible y se olía desde lejos.

6. Conociendo a Lucero

Todo empezó cuando su madre murió, y ella vendió la casa. Nunca le gustó, nunca se sintió como un hogar. Vendió la mayoría de sus cosas, salvo una maleta, y condujo hacia México, por su melancolía tensa que la llamaba. Estaba enojada, podía sentirlo, y buscaba dos cosas: algo hermoso y una pelea. Quería aceptación, quería probarse. Así eran las expresiones improbables y únicas del duelo, por una discusión que quedó sin terminar. Deambulaba entre tristeza y confusión, tratando de olvidarse de sí misma y tocar tierra, de sumergirse en la vida otra vez.

Fue más o menos en esa época que lo conoció a él, Lucero, el pintor. Tenía el estilo de Marc Anthony que volvía locas a las mujeres. Era más bajo que la media, pero su torso esculpido y hermoso y sus hombros peligrosamente anchos hacían que olvidaras que eso importaba. Su rostro bronceado y ligeramente barbado y su nariz eran largos y punzantes. Sus ojos eran oscuros e hipnóticos, contenían una intensidad que venía de algo inmoral. Ella podía admitir que era guapo, y que cortaba el aire a su alrededor como una hoja de afeitar a través de la neblina de la realidad y la multitud de caras adormiladas, como si mostrara lo que la belleza masculina debería ser. No solo su belleza física, sino que su mente era brillante y calculadora y sumaba a la calidad excepcional de su forma. Cada movimiento que hacía era ágil y sinuoso como la espera silenciosa de un jaguar. Su encanto fácil y casi tímido venía de un centro enrollado y oculto, secreto, poderoso. Había una devastación elegante e inalcanzable en su expresión que mostraba las marcas de un verdadero artista.

Isabel llegó a la entrada del parque donde se suponía que se celebraría el círculo de ecstatic dance. Él le sonreía como si la conociera, como si la hubiera estado esperando. Mientras estacionaba su motocicleta, sus ojos siguieron sus pies, subiendo por sus piernas largas y el cabello largo que caía en cascada fuera del casco, su cara desnuda sin maquillaje. A ella le molestó lo que parecía ser otro hombre tratando de llamar su atención. Él seguía mirándola, como si quisiera decir algo. Ella lo miró de vuelta, sin estar segura de si sí lo conocía de antes. No.

Pero notó su tatuaje sólido en forma de manga negra, y cómo el gris azulado del pigmento complementaba su camisa turquesa clara. Había algo hermoso en esos colores. Pensó que quizá era un extranjero, un italiano rico de vacaciones ahí. Sus ojos se suavizaron y parecía perdido y confundido, pero supremamente feliz. Parecía como si se hubiera enamorado al instante. No era un evento improbable, y ella fue cuidadosa de no darle razón para acercarse, aunque sí parecía inofensivo. Tenía novio, no tenía tiempo para esto.

Pero con curiosidad notó que él iba en su misma dirección. La siguió de cerca mientras ella buscaba el quiosco donde se hacía el círculo de danza. Él iba caminando tan cerca. Ella dejó de caminar y fingió acomodarse la bolsa, para probarlo. Él también se detuvo. Eso lo confirmó: la estaba siguiendo, y definitivamente tenía un crush. Isabel sabía cómo iba a ocurrir esto, no pasaría mucho tiempo hasta que él encontrara una excusa para acercarse y ella tendría una o dos horas para decidir cuánto le gustaba.

En la plataforma del bosque encontró a sus amigos. Él le sonrió aún más desesperadamente. Ella notó que se quitó la camisa y se quedó impactada de lo hermoso que era su cuerpo. No pudo evitar mirarlo durante toda la hora de baile.

Se fue temprano y deambuló hasta una carpa que vendía barbacoa y plátano por $3 el plato. Él era la única otra persona del baile que estaba allí. De inmediato se sentó en su mesa y se presentó. Le preguntó qué le había parecido la danza extática. Dijo que nunca iba a esas cosas y que solo había venido porque se suponía que debía comprarle una patineta a alguien que le pidió encontrarse allí. Dijo que era un buen lugar para conocer gente, porque si alguien va a un baile comunitario un domingo por la mañana, sabes que no estuvo de fiesta la noche anterior —se refería a sí mismo. Habló de su hija, de su carrera como farmacéutico, de cómo la dejó para empezar un hotel, y de cómo ahora pasaba el tiempo pintando y surfeando. La invitó a quedarse con él. Le mostró fotos del acantilado sobre la playa tomadas desde la terraza de su hotel. Ella acababa de dejar su trabajo y estaba pagando demasiado alquiler por una habitación individual. Pensó en su novio y en la situación complicada; no habían hablado en semanas. Instintivamente, aceptó.

Fueron en moto juntos, con ella adelante porque manejaba despacio y él no tenía espejos retrovisores en la motocicleta para comprobar si estaba yendo demasiado rápido. Manejarón una hora por la carretera de tierra, esquivando huecos y, de vez en cuando, saliendo volando cuando ella realmente caía en uno.

La carretera era en su mayoría selva, con algunas casas y pequeños asentamientos a lo largo del camino. Las casas tenían techos de lámina ondulada y paredes de madera, a veces de cemento. Los niños jugaban con pelotas de fútbol y los perros dormían bajo el sol abrasador, en medio del camino, sin inmutarse por el tráfico. Hombres con ropa manchada de comida y tierra, y panzas redondas y embarazadas, bebían cerveza y sus ojos seguían a Isabel mientras pasaba.

El camino se desvió hacia una vía local de grava blanca. A ambos lados había largas y serenas extensiones de campos pantanosos, bordeados por más bosque. Tomaron otra curva y la carretera blanca se transformó en una tierra rica, de un café profundo, y el camino empezó a serpentear bruscamente a izquierda y derecha mientras el bosque se tragaba el cielo sobre sus cabezas. Hacía fresco a la sombra de las hojas. Después de un cuarto de hora, se abrió una vez más, y la arena en el camino se hizo evidente, igual que la brisa levemente pegajosa y salada del mar. A la izquierda se reveló un campo abierto y amplio, alineado con palmeras, y justo después, una línea horizontal de océano azul, aún más azul que el cielo cerúleo encima.

Series de olas del Pacífico Sur marchaban hacia el norte a través del Pacífico oriental tropical, rozando Costa Rica, y se encontraban con las aguas más frías afloradas por los vientos Tehuanos que soplan mar adentro desde el Golfo de Tehuantepec. Coronaban en crestas de espuma blanca brillante, y caían en vertical sobre bancos de arena empinados con una certeza mortal que se sentía y sonaba como la puerta de un carro azotándose bajo el agua.

Hombres morenos y delgados caminaban por ahí, desocupados de preocupaciones por ganarse la vida un martes por la tarde. Reconocieron a Lucero y gritaron y aplaudieron al verlo con la amiga que traía. Lucero les devolvió el saludo con la mano.

Su hotel era bohemio, decorado con coloridas banderas de papel tibetano y cintas. Había patrones psicodélicos intrincados, como de ácido, sobre las paredes, en su mayoría geométricos, pero uno era una gran cara de jaguar. Había un gran patio y, en el centro, un árbol enorme cubierto de enredaderas de monstera, que se alzaba la mitad sobre el techo de lámina de la cocina y la otra mitad crecía hacia afuera del acantilado, en dirección al océano, desafiando la gravedad. A la derecha había dos pisos de cuartos, cuatro en total, aunque el de abajo se abría al centro y podía usarse como una sola casa.

Todas las habitaciones daban al mar. La casa estaba encaramada en lo alto de un acantilado, al final del camino, como diciendo que ese era el mejor y más exclusivo lugar. Un castillo, parte indígena, parte espiritual, parte mundano, parte lujo. Era lo mejor que Isabel había visto en su vida, y un hogar, si alguna vez hubo uno. Deseaba con todas sus fuerzas que fuera su hogar, pero no se permitió sentirlo.

Lucero la acompañó escaleras arriba hasta su cuarto, cargándole la maleta. La habitación estaba contigua a la de él y tenía su propio baño privado, con una ventana que daba a la parte de atrás de la casa, a una pared de acantilado. El cuarto era ordenado, amplio y sin pretensiones. El papel tapiz era amarillo pálido y el piso y los gabinetes de madera estaban hechos a mano por Lucero y pintados de un rico café rojizo. El techo también, ligeramente inclinado, era obra de sus años trabajando en construcción. Pequeñas pinturas de formas abstractas en combinaciones de colores filosóficos colgaban de las paredes.

—Yo pinté esos —señaló.

Ella se recostó en su cama privada con su bikini amarillo y estiró los brazos como un gato, mientras Lucero le apretaba suavemente los dedos de los pies, le daba más almohadas y alisaba sus cobijas. Ella había estado tan preocupada por tener que vivir en una casita horrible infestada de hormigas que había sido abandonada por la madre de su casero. Había estado preocupada por nada, y ahora esto se sentía como un milagro. Como si hubiera sido hecho solo para ella, planeado con cuidado, años antes de que él siquiera supiera que ella existía.

La cocina era de concepto abierto, compartida por todos los huéspedes. Contra la pared estaban los electrodomésticos, dos refrigeradoras y una estufa. Al frente había una barra flotante con almacenamiento y todos los aparatos pequeños guardados ordenadamente. Su repisa superior era lo suficientemente baja como para que se pudiera ver el mar mientras picabas la comida. Su borde estaba decorado con talismanes y cuencos de barro y pequeñas esculturas, monedas, cristales y figuras espirituales de viajes por todo México y América Latina, o hasta Alaska.

—Esta roca —mostró con orgullo— es de un amigo en Alaska.

Sostenía lo que parecía una roca de granito corriente salpicada como de pimienta, del tamaño de su cabeza.

—La persona que me la dio me invitó a quedarme con él —sonrió, mostrando los dos huecos en su dentadura superior, detrás de los colmillos. Una selección de sus dientes era amarillo-marrón, como los ojos asimétricos del maíz. Isabel se preguntó si sería demasiado salvaje y desaliñado.

—Intenté morder la cáscara de un coco para abrirlo con los dientes. Perdí contra el coco —Lucero se rió—. Los dientes marrones son señal de salud, eso dicen los pueblos indígenas.

Isabel asintió, aliviada de que no fuera por falta de higiene.

—¿Y las marcas de tu pecho? ¿De dónde sacaste esta cicatriz?

Coquetamente dirigió su atención a la pequeña cicatriz en su pectoral, a una pulgada por encima del pezón derecho. Tenía dos puntos de entrada, como si le hubieran pasado un anzuelo por la piel, aunque ahora estaba cerrada con un tejido cicatrizal azul grisáceo y deslavado.

Lucero se puso rígido y su tono se volvió más reservado y autoritario. Hizo una pausa y consideró si debía revelarlo. Isabel, con su cara lavada, el pelo largo y descuidado tostado por el sol y la inocencia en sus ojos curiosos y abiertos, disolvió rápidamente su resistencia. Pero aun así se distanció de ella, para dejarle claro el respeto que exigía.

—Esto es de una ceremonia que hice con una tribu. Era un ritual de iniciación que ellos creen que te hace hombre. Tienes que pararte en la punta de un árbol, con dos ganchos clavados en el pecho que te sujetan al árbol, y debes inclinarte hacia atrás.

—¿Y eso no duele? —ahogó ella, horrorizada.

Lucero vio su preocupación maternal y continuó, disfrutando de su cuidado y su repulsión.

—Esa es la parte de hacerse hombre. Es una prueba de tolerar el dolor.

—Solo duele al principio —la consoló—. Lo habrían hecho peor; suele haber sangrado, especialmente si de verdad te echas hacia atrás con el peso de tu cuerpo como se supone. Pero yo no me incliné del todo —guiñó un ojo—. Después de una hora ya no sientes nada; en realidad, lo más duro fue el aburrimiento, y todos los pensamientos en mi cabeza.

—¿Y el otro? —preguntó Isabel.

—Ese sanó —dijo, molesto por la interrupción—. Algún tiempo después de esta ceremonia me puse un nuevo nombre, pero nadie aquí sabe que yo uso ese nombre —bajó la voz—. Me llamé a mí mismo Kanaan-Kak.

—¿Y cómo decidiste eso?

—Simplemente me llegó, y sentí que ese era yo. Cuando hago ceremonias de ayahuasca con los extranjeros, uso este nombre. La ceremonia es solo para hombres. Es genial, es una hermandad. Los hombres hasta lloran.

—Eso está bien…

—Nadie de las ceremonias conoce mi nombre real, y nadie aquí conoce mi nombre de ceremonia. Aunque lo uso para firmar todas mis pinturas.

Isabel miró alrededor las pinturas de animales de la jungla, de colores arcoíris y trazos amateurs, que cubrían la pared que iba desde la cocina hasta el final de la sala. Todas estaban firmadas con una figura geométrica que parecía un sigilo con la combinación de las letras K-A-K. Las firmas estaban pintadas con letras grandes doradas. Isabel asintió, comprendiendo.

7. Hombres solitarios

Isabel examinó la colección de libros en el dormitorio de Lucero. Unos pocos estaban colocados en el estante encima de su cama; la mayoría estaban en tres pilas ordenadas sobre su amplio escritorio, que se unía a la gran ventana del dormitorio desde donde se veía todo el océano, en el balcón del segundo piso. Había libros abajo en la cocina, por supuesto, en peor estado por la humedad del exterior y la exposición al humor cambiante de las lluvias tropicales. Los libros de abajo eran sobre negocios o cristales, textos más grandes, con algunos libros en alemán y francés que habían dejado los huéspedes. Muchos de esos él ya los había empacado y separado para vender.

Los libros de su escritorio eran los que más amaba. Eran novelas pequeñas, ligeramente amarronadas y envejecidas, pero por lo demás bastante secas y en buen estado. Libros muy queridos como El alquimista.

Lucero tomó el que estaba separado, sosteniéndolo en sus manos como a un querido amigo.

—Este lo escribió un oaxaqueño. Se titula La isla de los hombres solitarios. —Le mostró la portada: una fotografía de bajo presupuesto, un cielo azul brillante detrás de unos barrotes de prisión—. Es una memoria, esto le pasó de verdad. Lo mandaron de joven a una cárcel por robo, y sobrevivió a la prisión más brutal del país. Empezó a escribirlo estando preso. Esta es una historia real.

Isabel no pudo evitar sentir que la estaba instruyendo sobre lo que era ser escritora. En cualquier caso, era emocionante estar cerca de un hombre mayor, con experiencia y cierta sabiduría sobre la vida. Su novio no leía nada.

8. Primera noche

La primera noche que pasó con Lucero, se hizo la nota mental de no acostarse con él. Quería ver Diarios de motocicleta en su estudio. Él cambió de postura, incómodo en las sillas rígidas de madera, y su pierna rozó la de ella bajo el escritorio. Ella dejó que el contacto se quedara un momento antes de apartarse. A él no le interesaba mucho la película. En lugar de eso empezó a hablar de la historia de su vida, y de cómo había sido adoptado pero no sentía que en realidad perteneciera a esa familia, que no podía creer del todo que lo quisieran.

—Me gustaría que te dijeras a ti mismo que tus padres adoptivos te quieren.

—No puedo. Me da miedo.

—Puedes hacerlo, yo te agarro la mano.

—Está bien.

Cerró los ojos y murmuró con respiraciones vacilantes y nerviosas palabras mudas para sí mismo, y su respiración se fue llenando de emoción, estallando desde un dolor invisible. Ella instintivamente lo rodeó con los brazos y lo estrechó contra sí, y lo mantuvo quieto. Y ella misma se quedó muy, muy quieta. Lo suficientemente silenciosa como para oír a lo lejos el ruido del llanto de un niño.


La mañana siguiente él le preparó un desayuno delicioso de salchicha con arroz y un lado de aguacate. Ella lavó los platos. Se sentaron en silencio, llenos, completamente felices de estar juntos, sin necesidad de decirlo.

—Tengo 47 —confesó él. Sonreía, se retorcía las manos y se acomodaba el cabello como un niño tímido.

No parecía mayor de 40. Aun así, hizo que ella soltara un jadeo. Eran 13 años de diferencia.

—Demasiado viejo —rechazó.

—No lo es —repitió él con calma.

—Sí lo es.

—No lo es.

—Sí lo es —dijo ella, tratando de no mostrar su exasperación.

—No lo es —repitió, sin cambiar ni un ápice el tono original.

Sus ojos se alinearon con los de ella y se sentó en el suelo, con Isabel de frente, colgando en la hamaca baja a solo unos centímetros de su regazo. Él le besó el cuello y luego le besó la boca. Isabel se olvidó de su novio. Los labios de él eran suaves y curtidos. Ella podía sentir su victoria cerrándose alrededor de ella, seduciéndola con el olor suave, ahumado, animal de sus mejillas. Se imaginó que él era protector como un padre, que la cuidaría. Se imaginó que había llegado.

Él era reservado. Nunca dijo que estaba enamorado. Solo la miraba como si le rogara que adivinara. Y en vez de eso ella solo decía “secretos”, y él le repetía, “sí, secretos”.

En sus recuerdos, Lucero estaba de pie sobre su brillante motocicleta cromada, mirando las montañas peruanas imposiblemente altas y áridas, un desierto frío y suave en el cielo, caminos angostos y peligrosos serpenteando por sus espectaculares grietas saladas de barrancos cafés de roca intrusiva ígnea y diorita, llamando solo a los hombres más valientes para que fueran y tocaran sus torres de tiempo eterno. Él iba hacia algún sitio, y si ella tenía suerte, podría ir con él también. Adónde llevaban esos caminos, solo Lucero y la carretera lo sabían; era su aventura secreta.

Si se salía por el borde del mundo, entraría en una noche de mil y una historias, en un paraíso de verano eterno, nunca a merced de un hombre más grande o de las fuerzas castigadoras de la vida, de nudos temerosos de esclavitud a la ceguera y al dinero y a la injusticia y a la soledad de ser desconocido e invisible. Solo la promesa del amor y la belleza y la fantasía y los sueños de recorrer el mundo entero, un paraíso del amor, borracho del oasis de sus palmas tiernas, fuertes, envejecidas.

Él echó hacia atrás una mano y la colocó sobre el muslo de ella, asomándose por los shorts de mezclilla desgastados. Ella tomó su mano entre las suyas, como en respuesta, su decisión final, entre él y su pasado, y en respuesta él aceleró, la adrenalina como una corriente eléctrica atravesando a ambos, hasta que ella no pudo distinguir la diferencia entre mañana y ayer, entre su propia piel y el rugido del viento en sus oídos, sin casco, expuesta, temeraria, ya no humana, se volvió un elemento como el aire, un elemento como el vuelo.

9. Terrores nocturnos

Isabel se aterra cuando cierra los ojos. Puede sentir que las paredes se convierten en manos crueles. Así que los mantiene abiertos. Pero está oscuro y no puede verlo todo, y eso siempre la regresa a ese pánico familiar de que algo malo va a pasar. Pero esta noche no puede aferrarse a Lucero porque él se fue. Ella dijo que se iría y, en lugar de detenerla, él se fue.

Y ahora se sentía paralizada, paralizada por esta oscuridad y este silencio y esta quietud que no podía tolerar. Quería escribirle, pero él la había bloqueado. Se sorprendió rezando para que él regresara. Rezando para que volviera y rezando para que no volviera. Las partes de ella no se ponían de acuerdo, no se ponían de acuerdo, como sus padres gritando y el ruido fuerte de la gran planta de flores al estrellarse cuando su papá la tiró antes de azotar la puerta y no volver jamás.

En la mañana el piso ya estaba limpio, pero el pequeño arbolito alegre estaba en una lata de pintura vacía. Un poco menos alegre, un poco para siempre más pequeño y expuesto.

Dio vueltas en la cama y cayó en un sueño ligero y exhausto durante solo unas horas antes de despertar con la tenue luz naranja del amanecer. Se sentía en paz, pero ella deseaba y se aferraba a la felicidad, y esta no llegaba, así que en vez de eso deseaba más sueño, pero estaba demasiado cansada incluso para desear dormir, así que siguió aferrándose a la felicidad que no llegaba.

Hasta que Lucero volvió a casa otra vez y ella se aferró a él cuando él dijo que quería hablar, que quería cambiar otra vez.

La mujer de ojos redondos

La mujer tenía unos ojos muy redondos. Observaban a Lucero con una atención infinitamente constante y suave, pero todo lo que él podía sentir era rabia.

Esta no era su madre. ¿Dónde estaba su madre? ¿Adónde se fue y cuándo iba a regresar?

Lucero no dejó de llorar durante meses, pero al final su pequeño cuerpo se quedó exhausto de que nadie respondiera. La señora de los dos ojos redondos y suaves no respondía directamente a sus berrinches, y en cambio le hacía una sopa, olla de res, de hueso de res y raíces. El caldo era humeante y sabroso y le calentaba los dedos cuando volvía de los fríos campos de montaña. Nubes neblinosas que se movían entre pinos altos y torcidos y vacas subían por las hileras verticales de verde.

Un día lo llevaron de regreso a la casa de su madre. Su madre estaba infeliz. No lo abrazó. Estaba tensa. Él podía oírlo en su voz. La casa era extraña y estaba llena de hombres extraños e indiferentes que le decían a su madre qué hacer, y ella obedecía a todos.

El viejo de barba gris decía que Lucero era un bastardo, que su padre era pobre y un bueno para nada, y que Lucero también era pobre y un bueno para nada, que no tenía buena sangre como su medio hermano mayor, y que preferían al medio hermano por el bien de la familia. “Por el bien de la familia” era el estribillo, la orden que gobernaba la casa y, por lo tanto, el mundo de Lucero.

Había un padre que solo visitó una vez para boxearle los brazos y despeinarle el cabello. Su padre era el único que estaba contento y riendo. Se fue de prisa otra vez diciendo que tenía cosas importantes que hacer, este y aquel tipo de negocio. Su padre hablaba rápido. Tenía una mente aguda. Parecía hablar a través de todos, como si fuera más listo que todos los demás, pero nadie se daba cuenta, y esa era la diversión sin fin de su padre, la razón por la que siempre se reía.

¿Lucero formaba parte de ese chiste? ¿Su padre astuto hablaba también a través de él?

Había tanta rabia en la casa que eso lo asustaba, pero él ya casi era un hombre, casi tenía cinco años, y había aprendido a no llorar ni mostrar su miedo. Hizo todo lo posible por mostrarle a su madre y a su abuelo todo lo que había aprendido durante el tiempo que estuvo lejos, para enseñarles que era digno de ser su hijo, que ya había aprendido a ser fuerte y a guardarse las lágrimas infantiles como un verdadero hombre, y que algún día podría hacer orgullosa a la familia.

Casi lo consiguió, estaba muy seguro, excepto que la vieja de ojos redondos regresó y exigió que él era su hijo ahora, que ella era la única que había tomado responsabilidad por él cuando nadie más tuvo los huevos para hacerlo, y que nadie cuidaría de él como ella lo haría, y hubo un alboroto y culpas y llanto de mujeres y largas conversaciones tensas que duraron días, y al final el pequeño Lucero dejó esa casa por última vez.

Sus manos húmedas se enroscaron dentro de las manos fuertes y cálidas de la gran mujer sabia de ojos redondos y cabello largo y gris.

Creció para llamarla mamá y a su padre adoptivo papá. Sus padres adoptivos eran viejos, su hijo menor ya le llevaba 12 años a Lucero. Papá había servido en el ejército. Era un hombre pobre, pero un hombre de honor. No tomaba ni apostaba ni jugaba con mujeres salvajes del pueblo. En cambio, siempre trabajaba en el campo con sus fuertes brazos morenos, trabajaba y trabajaba sin pensar ni un momento en aprovecharse del negocio de otro hombre, aunque lo habían aprovechado a él muchas veces.

Trabajó hasta que murió, un hombre fiel a su esposa, a sus hijos y a su honor, enseñando a sus hijos el significado del honor, incluso azotando a Lucero con su cinturón negro de cuero de vaca cuando Lucero se escapaba y volvía en la mañana al salir el sol, Dios sabrá adónde puede ir un niño toda la noche, pero su mamá nunca dormía la noche en que él se escapaba.

Así que cuando regresaba, lo azotaban para que aprendiera lo que era correcto, excepto que eso no lo detuvo. Estaba decidido a hacerse notar en el corazón de otras personas, a castigar a quienes lo amaban simplemente porque no conocía otra manera.

10. Las otras personas

A Isabel le costaba la idea de que otra persona fuera responsable ante ella. La responsabilidad era algo que era su deber, pero las otras personas, ellas no eran seres responsables. Eso no tenía sentido.

Las otras personas eran seres suaves, infinitamente suaves, infinitamente bellos y dignos, como le enseñó su madre. E Isabel no era nada infinito, ella era la justicia y la equidad, debía contener algo de rabia y fealdad para equilibrar la belleza por la que recibía reconocimiento. Si es que la reconocía; había aprendido a renunciar a ella o a compensarla de alguna forma, con algún tipo de sufrimiento.

Le costaba entender que otras personas podían hacer cosas malas que estaban completamente mal. Siempre tenía que haber algo correcto en sus errores. También le costaba entender que ella y los demás pudieran tener expectativas iguales. En realidad no le costaba: ni siquiera lo intentaba. ¿Para qué tratar de cuestionar lo que era objetivamente cierto?

11. Demanda

—Quiero ser muy claro contigo: yo no soy capaz de sanarte —Lucero se puso serio, cosa que rara vez hacía. Acababan de terminar en la cama; ella se estaba volviendo más cómoda con eso, pero todavía no del todo. Él la estaba ayudando a aflojar su rigidez en torno al sexo; era un amante muy intuitivo y bueno, según estándares objetivos.

La sacó al porche y le ofreció una calada de su porro. El cielo estaba de un azul índigo, anocheciendo. Las luciérnagas chispeaban y zumbaban misteriosamente.

Lucero se puso serio respecto a que Isabel entendiera algo, y en todo el tiempo juntos él nunca se había puesto serio con nada. Ella lo escuchó con atención, aunque no sin una confusión nerviosa.

—Antes era terapeuta, especializado en sanación sexual, para mujeres. Nunca me acosté con una clienta, solo después de terminar el programa. Pensaba, ¿por qué no? “Te voy a ayudar a sanar y, ah, ya de paso, ¿qué tal un beso?” Un día una de las mujeres empezó a acusarme de mala conducta y formaron un grupo y comenzaron a organizar una demanda en mi contra.

Tomó una calada y se detuvo para dar efecto dramático.

—Fui duro con ellas. Les dije que si seguían inventando historias sobre mí iba a meter abogado. Así que pararon. —Otra calada, otra pausa—. ¿Y sabes qué fue lo más raro? Que todavía me llamaban después de eso. Queriendo ir a cenar, y todo eso.

Le sonrió a Isabel con una curiosa satisfacción, tratando de enseñarle algo sobre lo deseable que era. La situación era desesperadamente cómica; Isabel parecía menos impresionada por las mujeres que lo deseaban (que se imaginaba eran todas viejas) y más preocupada por el hecho de que él había sido un depredador. Era como un villano de caricatura, retorciéndose el bigote.

Intentó calcular cuánto daño podía hacerle ese hombre patético y desesperado.

El desfile de la boda

Iban en bus hacia un pueblo en el norte-centro de Oaxaca. El bus iba lleno, el aire húmedo de sudor. Los sonidos de gente escuchando música sin audífonos y conversando y comiendo sonaban en repetición como una sinfonía de la vida. Ella se movió incómoda cuando sus muslos se le pegaron al asiento debajo de la falda. Esto era exactamente lo que la hacía feliz.

Lucero compartía sus audífonos con ella y le había dado el celular para que controlara la lista de reproducción.

—Esta me gusta —señaló—. La Flor Pálida. ¿La entiendes?

Ella se encogió de hombros.

—Canta muy rápido.

—Encontró una flor marchita y quiere amarla hasta devolverle toda su belleza. En esto pienso cuando pienso en ti.

La pasión en su voz era inconfundible. Le pareció un sentimiento genuino, en su manera por lo demás contenida y aplastada de tratarla. Isabel empezó a llorar, y cuanto más pensaba en ello, más lágrimas le salían. Los ojos de él la observaban como una promesa. Ella lloró en la hendidura de su hombro y su cuello suave y tibio. La textura de su piel envejecida y correosa la consoló.

Se detuvieron a almorzar en un pueblito que apenas aparecía en el mapa, pero habían calculado que estaba a mitad de camino de su destino. La altura y la luz blanca pálida del sol hacían el aire muy seco. Alrededor del pueblo se extendía un tipo de desierto con arbustos verdes duros de hojitas puntiagudas como ojos de gato y grandes árboles de cactus que se alzaban en torres. Las montañas se levantaban soñolientas hacia el cielo en una ascensión plana pero gradual.

Subieron por la calle empinada, atraídos por los olores y ruidos del mercado. Un denso centro de mercado bajo carpas de lona azul ocupaba cuatro cuadras enteras y desembocaba en un edificio de mercado antiguo. Filas de vegetales cerosos y cítricos y jalapeños y montones de cacahuates y cucarachas tostadas crujientes y galletas saladas rojas abrumaban y deslumbraban la vista y las glándulas salivales del viajero hambriento.

En uno de los pasillos había dos filas de parrillas y carne cruda de partes extrañas de animales colgando de ganchos sobre los carbones humeantes de abajo. Los viajeros midieron una pequeña porción de res y de cerdo con los vendedores, y también compraron un aguacate, limón, cebolla y tomate en el mercado, además de tortillas pequeñas de maíz recién hechas con grandes máquinas pesadas que las prensaban y eran despegadas de hojas de plástico. Le entregaron las tortillas y la cebolla a sus patronas de la parrilla, así como el tomate y el aguacate para picarlos.

Después de terminar su creativo saqueo culinario y cuando la carne estuvo lista, lo cual tomó un poco más de 20 minutos, se sentaron en una mesa abandonada a armar sus tacos, el jugo de limón chorreándoles por las muñecas, mientras la gente les decía con entusiasmo “buen provecho” al pasar junto a la pareja hambrienta.

Después de comer se pasearon satisfechos por el mercado. Isabel sujetaba la mano de Lucero con una mano y con la otra tocaba casi todo. Las formas y texturas y colores de los dulces y de la bisutería barata la encantaban.

Lucero se fue corriendo y volvió.

—¿Te puedes probar esto? —preguntó nervioso—. Quiero saber tu talla.

Sacó un anillo de bronce con un diseño de nácar encima.

—¿En cuál dedo? —preguntó con impaciencia nerviosa. Isabel se echó hacia atrás, divertida, y dudó—. En el importante —balbuceó.

Isabel se lo puso en el dedo anular.

—Me queda un poco grande. Soy talla cinco.

Emocionado de que se lo hubiera puesto, él salió corriendo y regresó con dos anillos.

—Vi este y era tan tú —sacó un anillo de serpiente esmeralda.

—Uy, este me gusta, buena elección.

—Quiero que tengas anillos en todos los dedos, como una gitana. —Hizo una pausa y midió su reacción—. Apuesto que si te pidiera matrimonio, te reirías —dijo con una sonrisa grande y torpe.

Ella sonrió y le dio un beso en la mejilla.

—Eres muy dulce.

Escuchó vítores y bandas de metales resonando desde dentro de la carpa, y se volvió para buscar la fuente del alboroto que ocurría detrás de ella. Lucero señaló adelante, emocionado. La plaza se levantaba a un metro de altura en el centro del asfalto cubierto por las carpas, sus gradas abriéndose hacia el cielo blanco y pedregoso que rodeaba una gran catedral de acentos rojo ladrillo y madera oscura.

De las puertas de la catedral salió una procesión de boda, los gritos habían estallado tras la finalización de los votos. El hombre y la mujer eran mayores, quizá de finales de los cuarenta. Él llevaba sombrero blanco de vaquero. Una banda tocaba con tambores y trompetas y trombones sin ningún ritmo ni melodía coherentes.

Dos niños giraban como locos sosteniendo dos grandes réplicas de papel maché de los novios, infladas hasta el tamaño de globos.

—Me parece particularmente cruel —observó Lucero— que los novios también son gordos.

Los dos se rieron ante la visión de las dos parejas redondas vestidas de blanco.

La gente se reunió y aplaudió y gritó y la novia y el novio sonrieron tímidos y orgullosos. Los labios de la mujer eran de un rojo intenso, como se estilaba entre los locales. Las marionetas encabezaban la procesión e hicieron una reverencia al bajar las gradas de la plaza de la iglesia hacia el mercado, tambaleándose borrachamente y haciendo equilibrio bajo el techo de la carpa para lograr pasar. La novia y el novio caminaban detrás, seguidos por más danzantes y más miembros descoordinados de la banda. La cacofonía sin sentido se fue apagando mientras el desfile se encaminaba hacia su destino de felices para siempre.

De algún lugar, docenas de personas aparecieron con escobas de plástico de colores brillantes y empezaron a barrer los restos de la fiesta del piso de la plaza. Isabel se rió cuando notó que la escoba de una persona barría la tierra hacia donde la otra acababa de limpiar. Lo hacían solo por diversión.

En momentos como ese ella lo extrañaba mientras estaba con él. Había algo atrapado dentro de él como un animal asustado. Isabel también tenía uno, y no podían imaginar vivir el uno sin el otro. No querían perder, pero tampoco soltar, así que se aferraban más fuerte. Ella siempre trataba de desenredarse de quedar atrapada entre el hombre duro, controlador, y su pequeño animal tembloroso.

Él siempre era demasiado duro consigo mismo, demasiado cruel. No podía ser entrenado ni enseñado de otro modo. Y el pequeño animal aullaba en gritos lúgubres, gritos de traición y caos y rebelión. Él siempre se estaba rompiendo. Pequeños accidentes con la moto y sus rodillas o la parte baja de la espalda cuando surfeaba. Pero pasaban muy seguido.

Ella siempre estaba deshaciendo los nudos que se formaban bajo su piel, y él le enseñó cómo sostenerlo y aplicar presión en los tendones y articulaciones. Cada noche él se arrastraba a la cama junto a ella y le pedía que desatara sus nudos y no se dormía hasta que se aliviaban. Incluso cuando estaba enojado se arrastraba de vuelta hacia ella así y le pedía que lo abrazara otra vez.

12. Viaje por la montaña

—Te amo —soltó Lucero de golpe, torpemente.

Iban manejando por montañas sinuosas al sur de la ciudad de Oaxaca. Habían tenido una pelea la noche anterior, pero se había acordado en silencio y mutuamente que todo lo que se sintió y dijo anoche quedaba borrado por el milagroso brillo naranja de la mañana.

El aire de la montaña, nítido, era un contraste marcado con el calor seco del valle del que habían subido. El aire era más delgado y sus ánimos más claros. Isabel se sobresaltó, aunque no era la primera vez que él se lo decía. Pero siempre la sorprendía. Ella le lanzó una mirada juguetona pero de incredulidad preocupada.

—No debería haber dicho eso —se sonrojó, avergonzado.

Miró hacia adelante mientras manejaba y vieron cómo el bosque lluvioso templado se iba transformando poco a poco en flora tropical. El suelo del bosque se graduó hacia una consistencia más arenosa. Estaban a solo una hora de la costa sur.

Isabel sacó toda la cabeza por la ventana y cerró los ojos. Trató de no pensar en su pelea de anoche y en sus razones, que nunca habían quedado resueltas. Estaba aprendiendo a crecer dentro de este ritual incómodo de olvidar. Ahora era una mujer, en una relación adulta, y era tan real. Era real porque él la amaba, este hombre imperfecto y catastrófico y devastadoramente creativo.

Se sentía como volando, se sentía cinematográfica. Podía percibir a Lucero robándole miraditas mientras manejaba. Sonrió.

—¿Estoy hermosa?

—Sí.

13. Madre

Su madre era una mujer dura. Isabel en realidad no recordaba la última vez que le hubiera dicho que no. Nunca había tenido que hacerlo. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que fuera una posibilidad.

—Tenemos que hablar.

No era la respuesta que esperaba. Le había contado a su mamá que su ex novio la violó. Ni siquiera estaba segura de por qué lo había dicho, y menos a ella. Simplemente salió. Tenía ese instinto de decir la verdad, por más equivocado que se sintiera. Había cerrado los ojos y lo había soltado, en un momento de saber.

El momento después de decirlo se arrepintió al instante. No sabía qué esperaba obtener al decirlo y ahora el peor caso posible se estaba desplegando, justo ahora.

—Súbete al carro —ordenó su madre.

Condujeron hasta una cadena de hamburguesas cercana. Su madre estaba aterradoramente tranquila. Le pidió que pidiera algo. Isabel dijo que no.

—Solo creo que deberíamos hablar bien de esto —empezó su madre—. Lo que dijiste es muy serio. Ahora, soy tu madre así que puedes decirme estas cosas, pero lo que estás diciendo ahorita es extremadamente peligroso, especialmente si se lo dijeras a alguien más. Es una acusación seria, ¿entiendes?

—Mamá, de verdad pasó —se defendió Isabel.

Su madre se cubrió la cara, exasperada.

—¿Te puso una pistola en la cabeza? ¿Te obligó? No. No lo hizo. No fue violación. Tú lo elegiste.

Isabel se sintió enferma. Se sentía enferma desde que pasó y siempre estuvo intentando contenerlo. Siempre tratando de mantenerse entera, tratando de no saber, de no saber, y de vez en cuando su mente encontraba los patrones entre el espacio vacío donde solía estar su alma y las piezas de hechos que habían ocurrido, pedazos de rompecabezas. Y a veces se entretejían en una sola verdad como enredaderas, y en ese momento de intersección, ella sabía, sabía la verdad.

Y lo decía cuando lo sabía. Y estaba enojada cuando lo decía, como si quisiera entregarle al mundo un ajuste de cuentas, derribarlo, dejar que se desmoronara como Babilonia.

Pero cuando ese instante pasaba, volvía a ser un alma vacía y ansiosa, y ya no sabía. Ya no sabía si tenía razón o no, pero sabía que tenía que irse.

—Mamá, me quiero ir.

—No, no puedo dejar que te vayas hasta que admitas que no fuiste violada.

—Mamá, me quiero ir.

Quería llorar pero no podía. Él le había dicho que no llorara con las manos en los bolsillos, los bolsillos donde decía que guardaba sus navajas. Y su madre le había enseñado toda la vida a no llorar. “Ni se te ocurra llorar, ¿crees que te lo mereces? ¿Crees que hiciste algo bueno?”

Todo se fue retorciendo en los últimos dos años, y cuanto más intentaba arreglarlo, más apretado se enrollaba alrededor de ella. Isabel ya no se reconocía.

Isabel se levantó y salió corriendo del restaurante. Corrió y corrió y corrió.

14. Liberación

Miró a Lucero mientras manejaba, concentrado en la carretera. Ese recuerdo doloroso con su madre era de años atrás, y no había pensado en él durante muchos años. Algo en su pelea reciente le dolió tanto que obligó a sus partes más débiles y asustadas a salir a enfrentarlo, como si él estuviera desafiando directamente a esa versión de ella.

Ya no quería cargarlo. Su madre ya no estaba, no había nadie con quien enojarse, nadie que le dijera que estaba equivocada.

Sostuvo esa conversación en su mente, la rebobinó. La rebobinó hasta el lugar perfecto. Se imaginó volviendo a casa, asustada y golpeada, todo dentro de su mente. Se imaginó a su madre viniendo a abrazarla fuerte.

“No tienes que explicar nada, sé lo que pasó. No fue tu culpa. Vamos a arreglar esto. Vamos a encontrar justicia”.

Luego la envolvía en una cobija y la sostenía fuerte, como cuando ella de niña se metía en la cama de su madre, y su mamá era tan grande y fuerte, mucho más grande que ella, y la persona más fuerte que había conocido, y nada malo podía pasar.

Isabel lloró y lloró porque por fin creyó en lo que pudo haber sido, y era tan verdadero como estaba escrito en su corazón.

—Necesito parar aquí —le dijo a Lucero.

Lucero salió nervioso de la carretera y se detuvo en el Oxxo más cercano. Isabel lloró con todo su corazón y por una vez le importó un carajo lo que Lucero estuviera haciendo. Él, nervioso, sacó un cigarro y, evitando mirarla, salió disparado del carro para fumar. No podía estarse quieto, caminaba de un lado a otro por el estacionamiento antes de desaparecer adentro.

Quince minutos después salió con una botella de agua, que dejó a su lado. Isabel lloró durante mucho, mucho rato. Dejó que todo su cuerpo temblara mientras sus piezas vacías empezaban a regresar y encajar.

Lucero se portó bien el resto del día. No buscó pleitos ni hizo comentarios hirientes. No coqueteó con ninguna mujer que se cruzara en la calle. Simplemente se quedó callado.

Esa noche en el hotel se estaban preparando para dormir. Isabel intentaba terminar un libro de poesía que habían encontrado en una librería de segunda mano. Estaba en un español arcaico y era casi imposible de entender. Lucero le pidió que le diera masaje en el brazo.

Estaba tan viejo, pensó ella. Siempre le dolía algo. De todos modos lo hizo, porque disfrutaba dar masajes. Le gustaba hacer que la gente se sintiera mejor. Él señaló el punto del pulso donde el tendón se une al codo e Isabel hundió más el pulgar.

Lucero estaba recostado de lado, frente a ella, con medio cuerpo cubierto por las sábanas.

—Aaaay. Uuuuu uuuh.

Isabel empezó a reír. Sonaba como un villano de caricatura tratando de llorar.

—Uuu uuuu.

Siguió. ¿Estaba bromeando o no? Ahora ella estaba confundida. Miró su cara y él tenía los ojos cerrados y estaba concentrado en llorar. Ella dejó de reírse de él y simplemente dejó que aquel drama se desenvolviera.

—Ohhh… ¿qué voy a hacer? Ay mi hijo, ¿qué hago?

Cerraba los ojos, fruncía el ceño, lloraba y se balanceaba de adelante hacia atrás. Isabel mantuvo pacientemente el pulgar en su codo. Estaba emocionada de que por fin estuviera soltando algo.

Después de veinte minutos al fin se quedó en silencio. Isabel lo envolvió suavemente con sus brazos. Por fin lo estoy alcanzando, pensó. Todo lo que tenía que hacer era enfrentar primero sus propios miedos. Él nunca había llorado delante de ella.

—Es la primera vez que lloro en cuarenta años —dijo—. No he llorado desde que era niño, por eso sonó raro. No sabía cómo llorar. Au, me duele la cara, me duele tanto la cara. Nunca antes había llorado.

15. El hijo

La llave no entraba en el encendido de su carro. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Cómo podía ser?

Examinó la cerradura. Había marcas de raspones alrededor de los bordes exteriores, claramente la habían forzado.

Fabiano.

El chico estaba loco. Más inteligente, más imprudente, más volátil que su padre inteligente, imprudente y volátil.

A Lucero le encantaba exhibir su poder, presumir su rabia, probar límites y escandalizar, pero su hijo iba más allá de donde Lucero se atrevía a llegar. Por el amor de Dios, el chamaco le pegaba puñetazos a los policías en la cara.

Lucero notó que la gasolina estaba casi vacía. Él la había llenado justo ayer por la mañana. Fabiano se había pasado toda la noche manejando, ¿haciendo qué? ¿Yendo adónde?

Cuando su único hijo era apenas un niño, vivió con él en una torre cerca de la playa, exiliado de su pueblo natal por razones que no quería volver a visitar. Lucero trabajaba en una gasolinera, ganando apenas suficiente para mantenerse a sí mismo, y menos aún a un niño. Cuando la madre se lo llevó de vuelta, él se sintió aliviado.

El chico siempre fue problemático. Lo quería, quería sus hermosos ojos azules y su cabello rubio, lo amaba con ferocidad, pero hay que decir que era difícil.

Siempre estaba atrapado en su depresión, que se volvió progresivamente peor con los años. Solía disfrutar surfear con su padre, pero ahora había dejado de hacerlo. ¿Cómo puede alguien no disfrutar surfear? No quería hacer nada excepto fumar weed.

Pero Lucero sabía que su hijo guardaba secretos, y él entendía la trayectoria oscura que había seguido durante años, porque conocía a su hijo muy, muy bien, y lo vigilaba de cerca mientras fingía ser ignorante. Sabía que cuando le robaba el carro al padre, era para ir a matar gente.

Vio los tatuajes que intentaba ocultar cuando se unió a la banda. Estaba seguro de que estaba en una banda. Ese idiota, ¿en qué estaba pensando?

Ahora era padre, había embarazado a una mujer y ahora tenía un hijo de un año. Era hora de madurar y dejar de actuar como si todo fuera un chiste. ¿Por qué no podía ponerse las pilas? ¿No le había mostrado cómo ser hombre? ¿No lo dejó ayudar con la construcción del hotel, darle responsabilidades y oportunidades, mostrarle confianza cuando no tenía motivo para creer en él?

¿No lo vio ver a su padre sudar y esforzarse y aplicarse? Lucero dormía en la cocina sin terminar, se levantaba y construía un poco más, con las habilidades que había aprendido en la construcción. Se hizo su propia casa y su propio negocio él solo, sin necesitar a nadie. Si eso no era la definición de hombre, entonces ¿qué?

Los días desde que dejó de contestar el teléfono hasta el día en que se enteró fueron un infierno que ningún padre debería vivir. Lucero no recuerda nada de ese tiempo.

Algunos de sus amigos se ofrecieron a caminar con él. Caminó, a pie, por cientos y cientos de hectáreas, cruzando pueblos y entrando en campos, montañas, selva. Recuerda el dolor insoportable en las rodillas y tobillos por tanto caminar y aun así qué impotente se sentía para detenerse, cómo seguía caminando aunque su cuerpo se deshacía por la falta de sueño y comida y descanso.

Sabe que esa parte pasó porque desde entonces sus rodillas nunca dejaron de doler.

16. Fabiano

—Te juro que me enamoré de ti cuando vi ese collar —decía él, refiriéndose a su dije de trébol de cuatro hojas.

Hombres y mujeres de cabellos negro azabache y piel quemada de sol, roja oscura, miraban de reojo con frecuencia hacia su mesa. Ella podía ver el blanco de sus ojos brillar de vez en cuando. No reciben muchos visitantes ahí, probablemente no habían visto a una persona asiática en décadas. Isabel ya estaba acostumbrada a la atención, pero esta vez estaban dedicando más tiempo a mirar a Lucero.

Isabel arrancaba con los dedos pedacitos de cachete de res marinado de su plato. Era su parte favorita de la vaca.

—Sí, me acuerdo, supe que te estabas enamorando de mí porque actuabas como un niñito —lo picó.

Él ya había hablado de su hija, pero cuando ella le preguntó si era su hija favorita, él se echó para atrás.

—Tuve un hijo, lo asesinaron.

Lucero la miró con sus ojos negro azabache. En esos dos puntos oscuros y afilados, a Isabel le pareció que solo habían conocido el odio. Ella se quedó callada por respeto. Pero frunció suavemente el ceño en señal de comprensión.

Él encendió un porro. No estaba con ella, estaba en otra parte. A los pocos días, reveló más de la historia.

—No contestaba el teléfono. Sabía que algo estaba mal. Lo busqué durante semanas. Caminé por toda la selva y los campos. Ya sabía que estaba muerto, para entonces era obvio. Recé: por favor solo devuélvanme su cuerpo. Soy su padre, me pertenece a mí.

Supe entonces exactamente adónde tenía que ir. Lo encontré en pedazos.

¿Por qué lo cortarían en pedazos? ¿Quién haría algo así?

Dio una calada y exhaló, el humo formando una pantalla entre ellos; por un momento fue más que un hombre, fue la cosa más real que ella había visto.

—No quise conocer a nadie durante un año. Me quedé en ese lugar —señaló el porche que daba al mar— y leí todos los libros de Gabriel García Márquez. Todos y cada uno. ¿Sabes qué me di cuenta? Que todos se conectan.

Y vendí mi carro. Porque si hubiera tenido un medio para irme, mataría a alguien, y no habría podido detenerme.

17. Ceremonia de luna llena

Lucero estaba juntando ramas secas de la tierra alrededor y amontonándolas en el claro de tierra entre las pequeñas piedras blancas que bordeaban el piso del jardín. Se estaba haciendo de noche rápido. Isabel sacó el futón que descansaba sobre la banca de madera como si fuera un sofá y lo arrastró hasta el borde del porche, a solo un metro de la fogata. El borde tenía apenas unos cuantos centímetros de altura, así que podía sentarse muy cerca del fuego.

Lucero empapó la madera en queroseno y encendió una ramita, y la metió en el centro. Isabel juntó todos los cristales de la mesa, el más grande de ellos un puñal de obsidiana en forma de pez del tamaño de su mano. Las piedras negras eran buenas para protección. Estaba preocupada otra vez por el dinero. Se acordó de su madre diciéndole que consiguiera trabajo en un momento como ese. Ojalá pudiera simplemente depender de Lucero, como una mujer de verdad.

Trabajaron en un silencio coreografiado, en un raro acuerdo sobre la importancia de la ceremonia de luna llena. Ahora ya estaba oscuro. Isabel hizo té. El fuego estaba ya en todo su esplendor, y calentaba la noche templada. Ella se sentó más cerca.

Tomaron turnos para hablarle al fuego. Isabel habló con intención de soltar el pasado, las reglas limitantes que había heredado de su madre. La fe que deseaba renovar. Él, tímido, no dijo nada en voz alta. Ella le decía qué decir, y él lo repetía después como un niño seguro de que lo estaba haciendo mal.

Él puso una canción que sonaba muy bohemia y espiritual-new age. La voz de una mujer se elevaba lírica y lúcidamente sobre una instrumentación suelta y sin estructura.

—Esta cantante es increíble, me quedé en shock cuando vino a quedarse aquí en el hotel de verdad —presumió Lucero.

Los celos le picaron.

Era difícil, sin embargo, no recrearse en la belleza del paisaje. Los sonidos de la música podían llevarle el espíritu a cualquier parte, a otro mundo donde todo era posible. La noche ya estaba oscura, las estrellas habían salido con su traje completo. La luna llena no se veía desde debajo del porche, había que caminar hacia el patio para verla. Pero su luz caía sobre las monsteras y las palmeras y el océano debajo del acantilado.

Los sonidos del mar estaban siempre presentes, pero hablaban más claro cuando su mente se callaba, y cuando Lucero estaba callado también. Los sonidos del mar no venían de un ente vivo, sino de algo elemental, tan magnético y gravitacional, tan sabio.

El humo de la fogata hacía un buen trabajo espantando los mosquitos, y ella dejó que la columna de humo negro se elevara justo encima de su cabeza mientras yacía en el colchón cubierto con una cobija. Lucero se acostó justo detrás de ella.

Esa noche, cuando hicieron el amor, ella se sintió un poco más en paz, un poco menos asustada de su cuerpo. La luz de la luna caía sobre su rostro, acariciándole la piel suavemente como el amante perfecto. Imaginó que era como la columna de humo negro, elevándose, volando por el aire, en un viaje importante hacia la luna que había bajado de su larga órbita para encontrarse con ella.

18. Una gata llamada Chica

Chica era la joven gata tuxedo que Lucero rescató. Estaba enferma cuando la encontró, y él la cuidó hasta devolverle la salud. Chica era extremadamente lista. Le gustaba su vida en el hotel. Vagaba por la colina alrededor, persiguiendo los pestilentes cangrejos rojos y azules que vivían en pequeñas cuevas entre las rocas o en hoyitos en la tierra.

Intentaba cazar ratones y pájaros, pero no había muchos ahí. Casi siempre comía el alimento seco que Lucero le daba. Vivía con un gato más viejo, más tonto y más lento llamado Tokyo. No es que se quisieran mucho, pero tampoco eran hostiles. A Chica no le sobraba sentimentalismo; prefería satisfacer su curiosidad.

Era muy lista, a menudo más lista que los humanos, bueno, muy a menudo. Lucero también era listo, eso era algo que le gustaba de él. No era muy cariñoso con ella, pero ella podía notar que la quería por la forma en que se enojaba cuando ella se subía a la mesa a comer de su plato. Él la agarraba de la cintura con cuidado y la lanzaba hacia el sofá, haciendo ruidos fuertes y enojados, pero siempre con un toque suave. Y además, ella siempre recordaría cuando él le salvó la vida.

Recuerda no poder comer, pero él la alimentó todos los días hasta que estuvo lo bastante grande como para volver a crecer. No era una gata muy grande, siempre estuvo un poco achaparrada desde aquella enfermedad. Pero aun así, disfrutaba su vida en el hotel.

Los mapaches eran una molestia. Su nueva novia no era de ahí, y a veces dejaba mangos afuera sin saber que los mapaches se los robarían. Y una vez que los mapaches se enteraron de que había comida ahí, ya era demasiado tarde.

Empezaron a forzar la puerta del refrigerador por las noches y se comían sacos de arroz y abrían recipientes que quedaban afuera en la cocina. Caminaban sobre el techo de lámina donde la gente dormía, ruidosos y arrogantes.

Lucero se despertaba a las 3 de la mañana, haciendo ruidos de enojo, con el machete en la mano y gesticulando, moviendo la cabeza a sacudidas, subiendo y bajando las escaleras. Era tan gracioso, le recordaba a un babuino, si ella supiera qué es eso.

Esto pasó casi todas las noches durante tres meses. A Chica le parecía tan divertido. Una noche ella se subió al techo e hizo los mismos ruidos fuertes que hacían los mapaches. Eso lo despertó a él, y empezó a trepar al techo para espantarla. Le tomó unos minutos darse cuenta de que solo era una broma de ella.

La novia empezó a interesarse en Chica; sostenía una pequeña hoja por el tallo y la retorcía hasta que aleteaba como el ala de un pájaro, y la movía de lado a lado, rápido y a ras del suelo. ¡Se movía igual que un pájaro!

Chica estaba tan emocionada, nunca nadie había jugado con ella antes. Se revolcaba en el piso y perseguía esa hoja por todas partes. Sentía que a alguien le importaba su felicidad, que alguien quería conectar con ella. Nunca lo olvidó.

En la mañana, justo al momento del amanecer, la pareja se despertaba temprano y abría la puerta, pero se volvía a la cama otras dos horas porque eran gente floja. Chica se deslizó dentro del cuarto y se fue a dormir junto a la novia, justo donde se doblan sus piernas. Le gustaba el calor de sus piernas grandes, lisas y sin pelo. Eran cálidas y se sentía tan bien estar cerca de esa mujer generosa a la que empezaba a querer. Chica ronroneó feliz.

—¡Está ronroneando de verdad! Creo que me quiere —dijo Isabel, emocionada, acariciando a la gata recostada sobre la delgada cobija, en el espacio entre sus muslos.

Se sorprendió porque Chica nunca había sido cariñosa; suponía que era distante e intelectual. Qué criatura tan encantadora, si pudiera robarse a esa gata y quedársela para ella sola lo haría. Sentía que pertenecían la una a la otra.

Lucero fingía estar dormido y desinteresado. Pero de pronto se levantó y espantó a la gata, y luego volvió a acostarse, satisfecho.

19. El calor del mediodía

Isabel miraba las palmeras desde la cama. En el calor lánguido de la costa de Oaxaca, todo se iba ralentizando hasta acercarse al mediodía, el punto máximo del día. Solo los dedos de las palmeras se agitaban y ondeaban por encima del techo del balcón del segundo piso. Daba la sensación de que todo ser vivo dejaba de moverse y solo podía soportar mirar señales de viento precioso que viniera a refrescarlos.

Isabel se tiraba en la cama, incapaz de desprenderse de su depresión. No podía recordar cuántos días habían pasado, así, exactamente como ese.

Abajo, en el patio, Lucero se ocupaba haciendo jardinería, trepando árboles con unas grandes tijeras verdes para podarlos, a veces gritando y saltando del árbol cuando invadía una colonia de hormigas bravas. O algunos días se ponía a descamar peces con el machete, raspando furiosamente el gran pargo rojo que el pescador vecino dejaba en su refrigerador como pago por arreglarle la plomería.

Finísimas escamas blancas y opalescentes se le pegaban al pecho y a los brazos como si fueran joyas semipreciosas. Luego los freía enteros en grasa vegetal, hasta que las aletas espinosas quedaban crujientes y deliciosas.

Contrató a un viejito para trepar a sus cocoteros y sacar el agua y guardar su fresco néctar en frascos de vidrio para ella. Pintaba las olas en verde y morado con cielos negros y le pedía que las admirara.

A veces se iba toda la mañana y volvía con una sola pera y la dejaba en su escritorio. A cambio, ella dibujó un retrato de él sobre papel café, él sentado en una silla junto a la puerta de su estudio, llevando solo shorts de baño, con aspecto de animal salvaje, una única arruga de duelo y tiempo marcada entre la mejilla y la nariz. Él comentó que su nariz se veía muy realista.

La llevó a nadar desnudos en remolinos que giraban al fondo de los valles, detrás de senderos secretos y empinados, o la llevaba a los acantilados verticales que daban a la espectacular bahía azul, donde gritó su nombre hacia el cañón.

Decía que no podía esperar para llevarla mañana, que tenía que llevarla hoy. Decía que quería mostrarle el mundo entero. La llevó a su casa secreta en las nubes de las montañas al norte de la costa, donde crecían mangos ácidos y granos de café. Una casa tan secreta que ni sus propios hijos sabían de su existencia, y ahí hicieron el amor bajo una sola cobija color vino junto al frío alféizar de la ventana de madera mientras él le contaba historias de su pasado organizando campesinos por la igualdad política y abriendo una serie de tienditas de abarrotes en puntos estratégicos de la carretera.

Incluso le escribió una canción:

Luz extraña se arrastró a mi casa
Las manos de la vida intentaron despedazarme
Pero mil ojos ardieron la primera vez que vi tu rostro
Puedo ser tu hombre
Tu conquistador
La tierra negra de tus problemas diarios
Que pisas sin preocupación
La noche que protege tus secretos
Doblegados en bolsillos de oscuridad
Tu ladrón de codicia y deseo infinitos
Voy a encontrarte
Como un borracho manejando a casa
A gran peligro de sí mismo y de otros
Volveré corriendo a ti
Una y otra vez
Como un jugador con la mano vacía
Y un cofre de promesas
Tu orgullo reina sobre mí
Como la montaña más grande
Y si quieres ponerte una máscara
Te dejaré darme la vuelta una y otra vez
Y desenredarme
Una negación a la vez

Pero él se frustraba cada vez más, porque nada de eso estaba rompiendo el hechizo del antiguo amante de Isabel. Nada de eso hacía que ella viniera hacia él.

—¿Qué clase de novia habla de otro hombre? —le gritó.

Isabel había estado callada y distante, eso podía admitirlo. Se sentía como una niña regañada, pero cuidada de todos modos. No lograba entenderlo del todo; no era exactamente un corazón roto. Sentía que tenía que escapar, y quería que Lucero fuera su héroe, justo así. Pero eso lo enfurecía demasiado, y hacía que él la tratara terrible también.

No podía decirle qué necesitaba de él. No podía hacer promesas que pudiera cumplir sin recaer en su mal hábito.

Cada noche él la ignoraba, fumando weed en su cuarto, escribiéndoles a mujeres.

—Las mujeres me invitan a salir todo el tiempo, ¿y sabes qué les digo? Que tengo novia. Y tú aquí, revisando qué hace él. Yo sé que no escribiste esas cartas para mí, ni esos dibujos, nada de eso es para mí, es todo para él.

Él rompió el boceto en papel café entre sus manos y lo dejó a los pies de la cama de Isabel, y ella, con el corazón destrozado, recogió los pedazos y los puso en el bote de basura para que descansaran.

Ella lo intentaba, pero no lograba que él entendiera. Y cuanto más lo intentaba, más la usaba él, tratando de retenerla, ahogándola de cerca, con nada más que culpa y obligación. Y cuando ella se acercaba, él la castigaba, dejándole claro que ella no significaba nada para él.

Y así, ella también lo castigaba a él. Quería salir de ese ciclo, pero no podía regresar, solo ir hacia adelante. Pero adelante no había nada, solo ese vacío de fracaso sin fin, desesperado, de un rescate que nunca llegaba.

Y aun así, él volvía con un nuevo gesto, una nueva pera, y se la ofrecía a Isabel con manos temblorosas.

—Yo sé que me amas, puedo ver que sí, solo que todavía no lo sabes.

20. Isabel toma aire

Se puso su falda amarilla con volantes y su perfume, y salió sola. Manejaba su moto y la estacionó en la playa. Unos cuantos locales estaban medio borrachos, riendo y sentados a la orilla de la carretera. Sus ojos la siguieron cuando pasó. Era una noche cálida, el aire libre se sentía bien, como descompresión. Fue al bar y se pidió un trago. Se sentó afuera, en el banquito que daba directo a la calle y miraba hacia la cancha de fútbol y el mar más allá.

—¿Necesitas compañía?

Un hombre preguntó desde detrás de la mesa. Su piel era oscura y lisa. Su rostro tenía una intensidad inusual pero también daba una impresión de suavidad. Ella podía sentir su interés y no quería faltarle el respeto a Lucero, pero él estaba reservado, así que lo dejó quedarse. Bebieron sus tragos mientras las olas del mar llenaban el silencio.

—¿Eres escritora?

—Lo era. ¿Cómo lo supiste?

—Solo lo supuse. Estabas tan callada, pensando mucho.

—Sí, nunca dejo de hacerlo.

Él no le preguntó por qué dejó de escribir ni la animó a seguir.

—Soy Juan. Soy salvavidas allá en la playa.

Ella asintió.

—¿Te gusta tu trabajo? Suena como que puede hacerse aburrido.

—Aburrirse es parte de salvar gente. Así que no, no me molesta.

Y entonces la miró. Es decir, de verdad la miró. Con una mirada que ella no entendió, como de enojo o algo ardiendo, pero no era enojo hacia ella, sino hacia el mundo, y tal vez también hacia ella, pero era cálido y contenido. En un instante se fue y él volvió a componerse. Por un momento ella sintió como si estuviera cayendo dentro de él y no pudiera controlarlo, así que se detuvo. Y el detenerse también se sintió mal. Pero todo pasó muy rápido y lo desechó igual de rápido.

—Es una forma de sentirse vivo —bromeó ella.

El sonido de las gotas de lluvia empezó como un zumbido suave y rápidamente se convirtió en un aguacero violento.

—Siempre llueve cuando salgo —dijo Isabel disculpándose. Pero por la mañana los árboles se ven tan felices, pensó.

Unos dos meses después lo volvió a ver mientras caminaba sola por la playa. Irónicamente, en circunstancias muy parecidas. Él estaba sentado solo en un bote de pesca vacío. Le hizo señas con la mano. Ella casi tuvo la loca sensación de que él la estaba esperando.

El mar de noche era un mar completamente distinto. Era más ruido que agua. Las olas estrellándose lanzaban sal a la brisa que le daba un sabor particular. La vista se convertía en sonido y el tacto en gusto.

—A veces imagino que acabo de nacer —explicó Isabel—. Lo poderoso que es decir: “yo soy”. No estoy segura de qué necesito o quién ser, pero el simple hecho de haber nacido es lo que realmente importa, ¿no crees? ¿No es milagroso?

Él la miraba de una forma que la hizo sonrojar. Junto a él se sentía como esas flores grandes y blancas en la selva que solo florecen de noche y huelen a jazmín.

Esa fue la última vez que se permitió hablar con él. No sentía que tuviera más que decir. Sentía su silenciosa expectativa de que ella saliera ahí afuera, donde sería fácil encontrarlo, no porque estuviera en un lugar específico, sino porque siempre aparecería cuando ella saliera a buscarlo, y sí salía a buscarlo, y eso era lo que tenía que parar. Él se estaba acercando demasiado y, peor aún, ella podía sentirlo conociéndola. Bueno, podía admitir que él ya la conocía, pero lo que eso significaba no lo entendía del todo. Por eso no tenía nada más que decir. En realidad nunca tuvo tiempo de pensar en ello.

21. Perder la cordura

Lucero dijo que tenía una sorpresa mientras cruzaban el puente de un kilómetro bajo el sol de la tarde en su máximo esplendor. Con su camiseta negra de tirantes que ella le había comprado y su cadena de plata, las mujeres que pasaban sonreían y le saludaban con la mano. El puente cruzaba sobre un río café, ancho y serpenteante, y pequeñas islas de lodo flotaban entre sus orillas. Formas alargadas y grises se movían cerca de los bordes: cocodrilos, docenas de ellos. Isabel y Lucero se maravillaron de las peligrosas criaturas desde lo alto.

Les gustaba viajar juntos y explorar a pie, en carro, en agua. Ambos buscadores incansables de lo desconocido, electrificados por la sorpresa de lo extraño e inesperado. Pero eso desgasta el cuerpo y la mente igual de rápido, hay que decirlo. A menudo estaban cerca del agotamiento físico.

A veces ella se olvidaba de Lucero y lo imaginaba como otro alguien. A veces Lucero hacía eso con ella.

—Yo sé qué tipo de mujer eres —dijo, acusándola de robarle dinero porque ella no quiso comprarle una cerveza cuando él tenía que manejar dos horas de regreso.

Cuando él se cansaba, siempre se ponía peor. Se iba a ese lugar donde ella ni siquiera podía pelearle— normalmente, ella encontraba alguna parte de su razonamiento a la que podía aferrarse para superarlo—, pero esas veces, siempre al final de una manejada muy larga y agotadora, él se iba a un lugar que dejaba a Isabel sintiéndose impotente.

Y él se volvía inaccesible por horas. Ella volvía a empacar sus cosas, y él la ignoraba. Hasta que ella le exigía que durmiera en una cama separada, y él se enojaba y amenazaba con dejarla tirada en ese motel sin transporte para salir. Entonces ella preguntaba por ahí y conseguía un número de taxi.

—Quiero que te vayas —dijo, tirando sus maletas al pasillo.

Estaban gritando y despertando a los otros huéspedes. Pero los otros huéspedes normalmente eran pobres, y estaban acostumbrados. Ellos también tendrían sus propias peleas borrachas, y Lucero e Isabel a veces se reían entre dientes y escuchaban los sonidos de adolescentes llorando y celulares rompiéndose mientras los cortaban sus novias. Y ahora les tocaba a ellos.

Así que cuando ella tiraba las maletas al pasillo, gritaba lo más fuerte que podía:

—Lár-ga-te.

Y él decía:

—Ni se te ocurra tocar mis cosas. No pongas tus manos en mi propiedad —y rogaba quedarse.

Pero él dormía en el colchón del piso, y ella no dormía. En las mañanas, él le decía que tampoco había dormido. Pero cuando ella lo oía roncar, se llenaba de rabia. Cuando él dormía mejor que ella así, eso la enfurecía más que cualquier otra cosa que él hubiera hecho.

Por la mañana ella le pedía que la dejara en la terminal de buses.

—¿Cuál es nuestro plan? —preguntaba él con cautela—. ¿Así que ya estuvo?

Y él le suplicaba que se quedara. Y ella le explicaba que no, que él era abusivo. Que eso era abuso. Y él le preguntaba por qué, y ella decía que no. Y lo dijo tantas veces que la agotó; ¿cuántas veces más podía decir que no? Pero cada vez era como una bofetada en la cara de él, así que sacaba todas sus fuerzas y lo hacía de todos modos.

—Por favor explícame —decía él.

Y se sentía como una trampa, pero ella igual explicaba. Explicaba cómo él se deshilachaba en la locura poco a poco e intentaba recordar con mucho esfuerzo los detalles exactos.

—Me dijiste que sabías qué tipo de mujer era yo.

—Yo nunca diría eso. Nunca te diría eso a ti.

Y ella se quedó en shock. No sabía si estaba mintiendo o no. De verdad no lo sabía esa vez. Pero recordaba el cambio confuso en él, cuando ya no era maldad, solo locura.

—Estás mintiendo. Yo nunca dije eso.

Y ella gritaba:

—¿Cómo te atreves a llamarme mentirosa?

Y él decía:

—Te caché, te caché —y saltaba como un niño pequeño de emoción—. Te molesta porque sabes que te caché.

Y ella pensaba: De verdad está loco.

Y en un estado de aturdimiento, porque no sabía cómo entender esa situación, como una sombra, solo hablaba con voz vacía:

—Hoy nos vamos a dejar. Por favor empaca tus cosas.

Entonces él volvía a entrar en pánico.

Luego decía:

—No, no, tal vez sí me acuerdo.

Y ella decía:

—¿De qué te acuerdas? Explica lo que hiciste.

Y él no podía explicar lo que dijo ni lo que hizo.

Simplemente no decía nada.

Y ella llenaba el silencio:

—Creo que tienes algún problema psicológico. Creo que tiene que ver con tu ex esposa.

Y él decía:

—No hables de mi vida. No sabes nada de mí.

Pero prometía cambiar y examinar su enojo.

Y se quedaban juntos. Y él llamó a su madre adoptiva y le dijo que por fin le preguntó por qué lo había dejado ir, qué sentía al respecto. Y ella le dijo que también a ella la habían dado en adopción de bebé, que la crió su padre, y que su madre nunca regresó. También su madre le dijo que pensaba en él todos los días.

Isabel sabía que ella le había dado el poder de sanar, pero intentaba ignorar que no tuvo opción al dárselo. Porque el lazo humano es bondad. Porque no podía imaginar un mundo donde no tuviera que ser buena. Isabel apenas tenía energía para asentir. Pero no lo dejó solo en ese momento.

Ella le había ganado todos los juegos, pero lo horrible era que de alguna forma ella seguía perdiendo. No fue sino hasta después que se dio cuenta de que estaba viendo todo al revés.

Él le tenía celos cuando ella lloraba. Por eso fingía llorar también. Tenía celos de que ella estuviera herida, de que se abriera buscando amor, dulzura y ternura, e incluso saliera quemada y decepcionada. Tenía celos de su corazón roto porque ella podía sentir algo, y sentir algo significaba estar viva.

Ella se dio cuenta de que el mundo entero estaba equivocado, y que ella solo había sido feliz por accidente.

Lo que pasa con la verdad es que en realidad no existe, al menos no de la forma en que la gente cree que existe. No como un piso frío de linóleo.

La verdad se crea todo el tiempo, principalmente por gente que la desea. Uno pensaría que la verdad te pegaría en la cara. Pero nunca lo hace. Las ganas de la gente de creer lo que preferiría creer son mucho más fuertes.

Dicen que la verdad al final se revela, pero la mayoría de la gente, casi todos, se las arreglan para pasar toda la vida sin enfrentarla. A veces más, a veces generaciones. Muchas, muchas generaciones.

La verdad no está dormida allá afuera, enterrada como un mineral. La verdad tiene que crearse y forjarse al mismo tiempo que se forjan las ilusiones, pero más rápido, más ágil, más sigilosa.

Y algunas verdades, pensaba Isabel, nunca se anuncian. No piden ser entendidas. Solo te miran con ojos ardientes, cargando la misma rabia que Lucero cargaba, pero contenida.

Cuando pensaba en sus ojos, ya no estaba segura de que Lucero fuera realmente el que la asustaba.

No recuerda cómo se reconciliaron, si él cedió a sus exigencias de llevarla al aeropuerto, o si ella cedió y volvió a tratarlo con cariño. Él había llamado a su madre mientras Isabel empacaba en el otro cuarto; se lo contó mientras manejaba la vieja camioneta roja 4×4 por la carretera, rodeados por las montañas verdes, altas y estrechas, formando un valle de cielo azul brillante.

El carro tenía exactamente la misma edad que Isabel, y él lo quería casi tanto como a ella. Sabía que Isabel ya no estaba prestando atención, pero se sentía un poco desesperado. Dijo que llamó a su madre biológica, y que ella siempre sabía cuándo él estaba por llamarla, porque siempre contestaba y siempre estaba entre un trabajo y otro, lista para él. Le contó que a ella también la habían dado en adopción de niña, que su familia la entregó y la crió un padre soltero mientras su madre nunca regresó.

También su madre le dijo que pensaba en él todos los días. Esta era la primera vez que él pensaba en preguntarle cómo y por qué lo había dado en adopción.

Lucero de verdad quería que a Isabel le importara; había una forma triste y patética en que miraba hacia adelante y le robaba miradas rápidas, sin saber si estaba feliz o triste o qué quería transmitirle a Isabel; quería que ella lo abrazara también, pero Isabel estaba cansada, no quería saber nada de él, y eso le rompía el corazón, casi, si es que tenía uno.

22. Redes de pesca

Juan estaba enrollando la larga línea de anzuelos que se usa para pescar. Ayudaba a su amigo a recoger cuando volvían de la pesca de las 4 de la mañana todos los días. Se había acostumbrado al fuerte olor salado de pescado y algas en sus manos. Disfrutaba su rutina. Disfrutaba el mar y estar cerca de él. La forma en que entendía las emociones era distinta porque entendía el agua y su desconcertante fuerza.

Había examinado y catalogado cuidadosamente cada breve interacción que compartieron. Su mente daba vueltas una y otra vez como sus manos dando vuelta a la línea de pesca, trabajando rápido para mantenerla ordenada. Oscilaba entre dos extremos: ella gustaba de él, o a ella le daba igual. Esos extremos se enredaban con las fantasías de su propio deseo, un deseo que lo asustaba.

Deseo y añoranza, ese era el problema. No eran cosas tangibles, no como el pan y la leche de la vida diaria. Sus manos eran fuertes y gruesas y precisas en el trabajo. Siempre sabía quién era, nunca cedía ante las exigencias de la vida. Cuando la gente lo molestaba, él no se fastidiaba, al menos no por fuera. Simplemente esperaba a que la tormenta pasara, porque siempre pasaban.

Era un hombre paciente. Esa era la solución. Pero también el problema.

El tejano

Isabel miró su rostro en el espejo. Las sombras en su cara se habían vuelto pesadas y su piel estaba cetrina. Recordaba haber sido insegura antes, como todas las mujeres. Pero sabía cómo solucionarlo. Eso era lo que la hacía diferente y segura. Usaba su mente para solucionarlo.

Pero ahora, cuando intentaba, no podía recordar su secreto. Tal vez debería haberlo escrito. No era solo que no pudiera recordarlo: dolía recordarlo.

Las palabras de Lucero rebotaban en su cabeza: “Ya no puedo mirarme a los ojos por tu culpa.” Bueno, ese no era él para nada, era ella. Ella lo sabía. Pero no podía saberlo. Era absolutamente imposible. Era la paradoja aterradora. Que lo real no fuera real.

Lo real estaba dentro de ella, donde ni siquiera podía acceder. No podía sacarlo como una pistola y apuntárselo entre los ojos a Lucero como quería. No podía llegar a ello. Y en cambio, tenía en sus manos lo que él decía, lo que él sentía, lo que el corazón retorcido de él deseaba. Lo llevaba en su mente y su cuerpo, raspada y vaciada como un envase.

—Uf, eres demasiado bonita para no bailar.

La voz arrastrada venía de bajo un sombrero negro de vaquero.

—No podría, vine con mi novio —sonrió cortésmente.

—Bueno, ¿y dónde está?

Intentó no mirar directo hacia Lucero, feliz, entretenido con unas amigas en la barra.

El hombre no era exactamente guapo, pero de algún modo sí lo era. Tenía actitud y seguridad y justo el nivel correcto de rudeza. Bueno, era sexy. Y divertido.

—Yo antes era maestro de baile —presumió. Ella intentó seguirle el paso pero sus pies hacían pasos rarísimos y le costaba seguirlos.

—¿Qué tipo de salsa es esta?

—Esto, linda dama, es salsa cubana, no como la salsa mexicana. Tiene más sofisticación y velocidad. Mira, te enseño.

Cada vez que él la giraba para que quedara mirando hacia Lucero, ella podía ver la rabia hirviendo en su cara. Pero le gustaba.

—Wow, bailas bastante bien. Sabes, eres justo mi tipo. Las mujeres coreanas son las mujeres más hermosas del mundo en mi humilde opinión. Mi ex esposa era coreana. Pero caray, tú eres la mujer más hermosa que he visto. Y también sabes bailar salsa. Uy, estoy en problemas.

Este tipo de verdad dice todo lo que piensa, pensó Isabel. Le caía bien, era simpático y gracioso.

Él empezaba a ponerse un poco nervioso. Se quedó callado, dándose cuenta de cuánto quería algo más. Ella sonrió en respuesta.

La música cambió a bachata.

—Esta es mi canción favorita —dijo ella. Bailaron cerca, sus cuerpos apretados donde se sentía bien. Es el tipo de baile que te hace sentir que no son extraños para nada.

—Soy Tony.

—Isabella, pero me puedes decir Isa.

—Oye, ¿por qué no salimos a tomar aire? Aquí adentro ya está bien caliente.

Él le agarró la mano antes de que pudiera protestar y ella descubrió que no quería decir que no. Era demasiado divertido y la libertad sabía tan bien, se sentía tan correcta.

Había llovido antes y las bancas del pequeño parque estaban mojadas. El hombre se quitó el chaleco y le hizo una seña para que se sentara encima. Isabel se sorprendió a sí misma:

—Tengo una idea mejor: tú siéntate sobre el chaleco y yo me siento sobre ti.

Él se quedó pasmado. Y casi tuvo que ayudarlo a colocarse para poder sentarse en su regazo. Tratando de esconder sus nervios, él encendió un cigarro.

—Yo casi no salgo porque siempre estoy trabajando. Soy un adicto al trabajo. Tengo tres negocios. Eso es lo que tienes que entender de mí y de estos otros hombres. La mayoría de los hombres no tienen autoestima. No intentan hacer nada de sí mismos. Yo soy hecho a mí mismo, como me enseñó mi padre. Solo tengo 34 y casi que estoy jubilado. Tengo propiedades en países por todo México y Texas. Estoy tratando de enseñarte algo sobre los hombres, porque no todos somos iguales. Y estos hombres te van a mentir y a fingir que son algo que no son.

Parecía desafiante, arrogante, casi enojado. Pero ella veía sus nervios, y ella la estaba pasando genial, y asentía como si estuviera aprendiendo algo importante. Él vio a través de su respuesta y se tambaleó, descolocado ante su falta de impresión.

—Es muy interesante —dijo ella, divertida. Cuanto más divertida se sentía, más nervioso se ponía él.

—Entonces, ¿qué onda con ese novio? ¿A qué se dedica?

Isabel empezó a ponerse nerviosa. Como si el reloj acabara de dar las doce y ella fuera Cenicienta.

—No debería hablar de eso. Deberíamos entrar, ya me está dando frío.

Los ojos de Tony se apagaron mientras apagaba su cigarro. Luego se recompuso.

—¿Qué tal si te mantengo calientita un ratito más?

La rodeó con los brazos; eran fuertes y ella sintió el vello suave de su antebrazo tan reconfortante e intoxicante. La atrajo hacia sí y la besó, y ella no lo detuvo hasta que pasó lo que se sintió como una eternidad.

En el fondo de su mente pensó: Bueno, si Lucero no lo ve, quizá nunca pasó. Pero estaba equivocada. Porque cuando por fin lo apartó de ella y se giró, encontró los ojos de Lucero mirándola desde el porche adentro.

Rápido agarró su bolso y, escondiendo sus nervios, caminó hacia Lucero como si nada hubiera pasado.

Él empezó a caminar hacia el estacionamiento, y ella lo siguió obediente y muerta de miedo.

Al salir, vio a alguien que le pareció conocido: el salvavidas de la playa. Estaba afuera con ropa de civil, siguiéndola con la mirada de forma aún más casual.

23. Resaca

Él no dijo nada, así que ella tampoco. El silencio que había estado practicando, el no dar su reacción, le estaba saliendo cada vez mejor, más fácil. Más fácil, pero más difícil, porque las apuestas estaban subiendo. Habían ido subiendo poco a poco en las últimas batallas y ella lo sentía, pero nunca como ahora.

Había roto algo y se sentía maravilloso e insoportable a la vez.

Intenté decirle,
Él me besó, me forzó,

Pensó en el ángulo de la fuerza. Si se hacía víctima y lo suficientemente impotente, Lucero la aprobaría. ¿Lo haría? ¿Sería suficiente?

Pero él no decía nada. Simplemente mantenía un silencio brutal. Sus ojos estaban fríos de una forma que ella nunca había visto antes. Carentes de cualquier enojo humano. Eso la aterrorizaba, y la llenaba de una sensación de condena: todo era culpa suya y tendría que sacrificar la última reserva de dignidad que le quedaba en su altar. En la iglesia de él, a la que ella entraba arrastrándose.

Sabía exactamente dónde estaba esa dignidad que tenía que entregar. La había descubierto esa noche, un poder que ni siquiera sabía que tenía, una libertad chispeante, chisporroteante, de la que tenía que separarse demasiado pronto, porque estaba destinada a sacrificarse a Lucero, como todas las otras partes que ya le había dado.

En cierto modo, estaba contenta, contenta por él, de haber encontrado algo tan valioso para darle. Le consolaba pensar que podía darle lo que él quería. Y nunca se había odiado tanto. El odio también estaba creciendo, pero la confundía; no era como el monstruo de la emoción, era otro tipo de monstruo. Le hacía sentirse tranquila por primera vez, pero aterrorizada de otra forma.

Pero no tenía tiempo de pensar ni de estar tranquila. Porque cuanto más calma se sentía, más frío y más fuerte se volvía él, y nunca había tenido más miedo.

Intentó con todas sus fuerzas quedarse quieta y compuesta, pero su corazón ardía por el perdón.

Ay, Lucero, ¿qué he hecho?

Pensó en el hombre al que sostuvo mientras lloraba, en el hombre que no quería vivir sin ella, el hombre que estaba intentando. El hombre que estaba perdido por haber perdido a su hijo. Se había pasado esta vez.

Se durmieron en silencio. Por la mañana él se levantó temprano a hacer quehaceres y sus ejercicios. Ella lo encontró meditando; no lo hacía desde que se conocieron. Fue enternecedor.

No hablaron en todo el día, pero en la noche él preparó la cena para ambos. El corazón de Isabel se rompió. Era ella, todo era culpa de ella. Se sentía un monstruo. Su vanidad estaba fuera de control, era algo malo. Su ojo inquieto estaba enfermo, era una forma de evasión, era su trauma: ahora lo veía.

Quería explicarse, si tan solo él la perdonara. ¿La perdonaría? Esta era la única pregunta que importaba ahora. Su vida giraba en torno a ella.

Él parecía sereno, casi vulnerable, y devastadoramente herido. Había una sombra en sus ojos que hablaba de su traición; era un hombre despechado.

—He estado pensando mucho en mí mismo, y fue mi trauma. Soy vulnerable y él lo supo. Intenté decirle que tenía novio.

No podía saber si la explicación había llegado. Se sentía dolorosamente obvio que no sonaba genuina. ¿Por qué su voz sonaba tan falsa y artificiosa? ¿Estaría perdiendo la cabeza? Desesperada, buscaba en la cara de Lucero alguna señal de reconocimiento.

Lucero estuvo fuera todo el día. Tensa de preocupación y expectativa, Isabel finalmente se agotó y se quedó dormida esperándolo.

La despertó la presencia de Lucero de pie sobre ella.

—Nunca pensé que estaría con alguien tan hermosa como tú. Nunca en mi vida.

Mientras hablaba, el olor a cerveza y tabaco se escapaba de sus labios sin aliento. Era a la vez repulsivo e intoxicante. Ella se quedó inmóvil, sin saber cómo responder.

Él le acarició la mejilla.

—Quiero sanarte —dijo.

La besó apasionadamente. Se movía tan perfectamente sincronizado con su cuerpo. Palpitaba cálido y firme y suave, como el agua fluyendo sin esfuerzo sobre una roca grande. Isabel cerró los ojos y perdió el control. Él estaba alcanzándola y, por primera vez, el cuerpo de ella respondió. Ella respondió, se buscaron, se alcanzaron y se atravesaron, como si pudieran agarrar los bordes de otro lugar, dedos agarrando hambrientos ese otro lugar, más y más profundo.

Cuando terminaron, ella estaba en shock. Su cuerpo nunca se había sentido tan bien. Quiso decirle, sentía que si no se lo decía a alguien se desmoronaría. Pero él ya estaba dormido, dándole la espalda.

Fabiano visita a Isabel en un sueño

Esa noche tuvo un sueño en el que había un joven al que ella sentía cercano. El joven estaba sentado sobre un jeep blanco y sonreía para una foto.

—No, yo te tomo una foto a ti, papá.

Él le quita la cámara a Lucero, y Lucero posa como modelo, perfectamente coreografiado, exudando poder y arrogancia.

Todo el brazo izquierdo de Lucero era negro por un tatuaje tipo manga de color sólido, y el hijo tenía uno parecido en progreso, pero solo negro hasta la mitad del brazo.

—Te ves tan cool, papá. Ojalá fuera igualito que tú.

La mirada de Fabiano cayó. Pensó en su hijo pequeño, todavía menor de dos años, y en las decisiones que había tomado. Pensó en la banda a la que se unió y en las personas que mató, y cómo todo eso pronto iba a alcanzarlo, y ese momento se acercaba cada vez más.

Tenía una rabia más ilimitada y sin miedo que la de su padre. Nunca se echaba para atrás. No tenía reglas. Le pegó en la cara a un policía. Pero no podía hacer que el caos se ralentizara. Lo había estado persiguiendo toda su vida. Un tornado de vacío; nunca sintió que perteneciera a ninguna parte, nunca se sintió bien.

Lucero miraba a su hijo. Lo estaba perdiendo, pero no quería pensar en eso. Eso era duro, y lo guardó con todas las otras cosas duras que evitó toda su vida. Pero más importante aún, necesitaba a Fabiano, él era el único que cuidaba de él.

—Oye, este carro de veras es algo, ¿no? Tómame otra foto.

Cuando Isabel se despertó, podía sentir la presencia de Fabiano. Su espíritu estaba inquieto. Necesitaba el amor que nunca recibió, pero no podía descansar en paz cada vez que su padre usaba su memoria para dar lástima en lugar de hacer un duelo real.

Como Lucero no podía admitir que la culpa estaba ahí. El espíritu no la dejaba en paz. Era un joven, pero poco a poco se estaba volviendo un niño. Y ahora era un niño perdido, llorando por un adulto, llorando por amor real. Le tironeaba del pecho.

—No llores —susurró ella al niño—. Él salió a buscarte por todos los campos alrededor del pueblo durante semanas. Caminó por todas partes hasta que las rodillas se le endurecieron para siempre. Me dijo que quería llorar, pero tenía que ser fuerte. Quería llorar por ti. Tiene una foto solo de ustedes dos sobre la cama. Ojalá pudieras ver cómo habla de ti. Le cuenta a todo el mundo sobre ti. Dice que eras hermoso.

El niño desapareció de su lado. En su lugar, un joven de corte militar rubio y tatuaje de media manga estaba sentado en el escritorio al pie de su cama. Se veía enojado, y ella no lograba saber por qué.

Sus ojos se fijaron en la pared entre su cuarto y el de su padre, como si estuviera mirando a través de ella.

Caminó hacia la puerta y contempló lo que había más allá, más allá de la casa que construyó con su padre.

Luego salió y no volvió jamás a este mundo.

Isabel abrió los ojos. La puerta de su cuarto estaba abierta, aunque ella la cerraba antes de dormir todas las noches.

Era tan temprano que casi no había luz. Caminó hacia el mar en la semioscuridad. El agua estaba baja y caminó bastante antes de que le llegara a la cintura. Estaba más fría de lo que esperaba. Olas grises se abombaban sobre su cabeza, el agua café y turbia con el arrastre de la lluvia de la noche anterior.

Subió descalza por los escalones de piedra empinados hacia su casa en el acantilado. Hibiscos rojos brillantes y flores de ave del paraíso naranjas florecían a lo largo del camino. Fue al altar que Lucero había armado para su hijo. Estaba muy desnudo, unas cuantas velas sobre un escritorio de madera blanca y unas esculturas de hueso de vaca en forma de búhos.

Lucero hablaba de sus planes de decorar el altar e imprimir fotos a tiempo para la celebración. Tenía planes de hacer máscaras de animales de papel maché, y le encantaba explicarle cómo se hacían, repitiéndole las instrucciones con detalle. Siempre la hacía guardar los periódicos, y ella obedientemente los acumulaba en una caja debajo de la cama. Pero nunca llegaron a hacer las máscaras, nunca imprimieron las fotos ni añadieron flores al altar, no en los tres años que ella lo conoció.

—Descansa en paz, Fabiano —susurró, mientras colocaba las flores que recogió alrededor del borde del altar.

—¿Qué estás haciendo? —interrumpió Lucero.

—Encontré estas flores en el camino desde la playa. Pensé que serían buenas decoraciones para Día de Muertos. Pensé que los colores se veían lindos. Con la mesa blanca.

Él asintió de acuerdo.

—Tengo que ir al pueblo por cinta para el techo. La lluvia hizo un hueco en la lona anoche. ¿Quieres venir conmigo?

Ella fue en la parte de atrás de su moto, abrazando su abdomen desnudo. De vez en cuando él giraba y le robaba miradas rápidas. Ella miraba fijo hacia la carretera y fingía no darse cuenta.

24. el padre

Papá murió cuando Lucero tenía solo 21 años. Lucero se había casado joven y se divorció joven. Después del divorcio realmente arregló su vida, volvió a estudiar, se formó como farmacéutico y trabajó en un empleo respetable en la farmacia del pueblo, usando camisa de vestir y corbata, viéndose terriblemente atractivo, si él mismo lo decía: un salvaje con tatuajes en brazos y espalda asomando por las mangas remangadas.

Aprendió a acatar la estructura de la sociedad, aunque todavía le gustaba encargar weed por cajas, aunque eso podía poner en riesgo su vida si las bandas mexicanas se enteraban de que estaba pidiendo al mayoreo para uso personal. No les gustaba no ser ellos los proveedores principales.

Fuera de esa rebeldía, había guardado su actitud temeraria de juventud. Solía pintar con aerosol los anuncios inmobiliarios de gringos que empezaban a brotar por el pueblo. Se involucró con esfuerzos políticos locales, en protestas de salarios campesinos y choques contra la privatización.

En su licencia de conducir aparecía con un mohicano bajo y piercings en las cejas y su canción de cabecera era Breaking the Law.

Para ser honestos, no le gustaba su trabajo. No le quedaba, tener que recibir órdenes de otros. Lo hacía sentirse pequeño y asustado. Después del divorcio, nadie de su familia le hablaba. Solo su padre biológico.

Su padre fue el único que lo advirtió: es una mala mujer. Desde entonces solo siguió los consejos de él.

Visitaba a su padre en su casa, donde organizaba fiestas de borrachera que empezaban a las once de la mañana. Estaba bebiendo con sus amigos, rodeado de muchachas jóvenes, de apenas catorce años. Una chica se sentaba en su regazo mientras él reía y entretenía a sus invitados.

Lucero se echó para atrás nervioso y puso una excusa para irse antes de que llegara la policía.

Su padre era un empresario brillante, y los hombres iban a verlo para pedirle consejo, prestarle dinero o ofrecerle sus servicios. Le enseñó a Lucero a invertir en terrenos y propiedades, a construir su patrimonio, a tomar las decisiones correctas y a usar discernimiento al tratar con otros hombres.

Le aconsejaba con quién reunirse y cuándo, en qué gastar su tiempo, cómo presentarse, qué comprar, qué vender.

Cuando su padre biológico murió, Lucero quedó aún más perdido que cuando su primer matrimonio, pero poco a poco, se enseñó a sí mismo a estar seguro, y ahora los hombres del pueblo iban a él por consejo, igual como él había ido alguna vez a su padre.

25. Puebla

La pareja estaba sentada en un restaurante en Puebla, un centro histórico bellamente sobrio. Era la capital del estado de Puebla, enclavada entre el caóticamente moderno estado de Ciudad de México y el maximalista y tradicional estado de Oaxaca.

El restaurante era un establecimiento antiguo, nada espectacular, pero digno de su ubicación en el centro de la ciudad, en la esquina de la alameda del parque central, bordeada por grandes árboles de copa oscura y densa y un elegante empedrado gris.

La decoración consistía en paneles de madera oscura en paredes y techo que sugerían que el edificio tenía 200 años o más, pero el negocio en sí, con sus retratos deslavados en tonos azules de platos de arroz y hamburguesa adornando las paredes, sugería que se había quedado congelado en los años 70, sin hacer grandes alusiones a su historia notable, y simplemente seguía sirviendo sándwiches de tres dólares y otros básicos de almuerzo para visitantes hambrientos y atareados.

Su humildad quizá se debía a la propia ciudad mayor; cada edificio en el centro tenía 300 años o más.

Isabel pidió una sopa cremosa y ensalada y salchicha.

Lucero se burló:

—De verdad te encanta la salchicha.

—Sí, es solo carne de caballo, ¿no? Te hace fuerte y resistente.

Lucero se rió.

—Ni de chiste, no las salchichas baratas que hacen aquí, yo ni las tocaría, no tienes idea de lo que les ponen.

Isabel sí había notado que sabían bastante grasosas. Rápido perdió el apetito.

En ese momento tuvo un pensamiento interesante.

—¿Cómo es que yo sé todo sobre ti, sé qué comida comías cuando tenías 5, 10, 16 años, sabía exactamente qué querías y cómo pensabas en cada etapa de tu vida, y podría repetirlo todo porque lo tengo memorizado de memoria, pero tú no sabes nada de mí?

Él pensó en ello, no sin curiosidad. Se iluminó:

—Sí, creo que quiero aprender más de ti.

Isabel se desplomó en una especie de alivio molesto, sabiendo que era un avance importante y a la vez preguntándose si él era demasiado inmaduro, si había que enseñarle demasiado, si valía la pena.

Horas más tarde, manejando hacia la siguiente ciudad destino por la carretera oscura, Lucero bajó suavemente el volumen de la radio. Nervioso, le preguntó a Isabel:

—¿Qué hiciste en tu cumpleaños el año pasado?

—Bueno, estaba sola. Fui a un restaurante lindo por mi cuenta y tuve una comida tranquila. Estaba pensando en mi vida y en las cosas que quería cambiar. Admito que me sentí muy sola ese año.

—¿Qué haces cuando te sientes sola? —preguntó con mucho cuidado. Casi le estaba agarrando la onda.

—Creo que he aprendido a depender de mí misma emocionalmente.

Isabel notó a Lucero moverse incómodo. Rápido intentó hacer ese momento más digerible para él antes de perderlo.

—Aprendí a ser fuerte por mi mamá.

Lucero asintió. Hubo un largo silencio. Él miró por el parabrisas.

—Tuve un sueño con tu madre.

—¿Mi madre? ¿Por qué carajos te atrae mi madre? —gritó Isabel—. ¿Qué mierda?

—Nunca dije que me atraía… —murmuró algo evasivo, pero ella dejó de escuchar.

Ella había tocado algo discretamente detonante, aunque él ni lo notó. Pero para ella, eso explotó por completo todo lo que entendía sobre él.

Pensó que él quería sanación, o poder, o su afecto. Se equivocaba, no tenía idea de lo que él quería de ella.

¿Qué le pasaba a ese hombre?, de veras estaba desconcertada. Había un nivel de racionalidad que él estaba rompiendo en su entendimiento de la mente. Lo que él necesitaba afirmar, demostrar, controlar, y por qué. La pregunta era por qué. ¿Qué tan disfuncional era y hasta dónde llegaba?

26. Día de Muertos

Las noches se estaban poniendo más frías a medida que octubre maduraba. El pueblo había estado preparándose para el Día de Muertos todo el mes. En la última semana, los restaurantes cerraron mientras la gente dejaba de trabajar por completo para comprar flores de cempasúchil, pan, calaveritas de azúcar, cruces y más. El dulce aroma del copal se mezclaba con el humo pesado y sabroso de las parrilladas, llenando la angosta calle empedrada. Mujeres redondas y robustas servían chocolate caliente desde gigantescas ollas de lámina humeante en cada esquina.

Jóvenes caminaban cargando bolsas más grandes que sus cuerpos, llenas de docenas de panes, preparados baratos y en cantidades enormes. Estaban decorados con glaseado blanco en elaborados diseños de flores y santos. Eran secos y sin sabor a propósito, para repartirlos en la noche de la celebración y comerlos remojados en chocolate caliente.

Las vitrinas y puertas de las tiendas estaban cubiertas con diseños hechos de flores naranjas y moradas empaquetadas juntas en densas capas. El cementerio al norte de la plaza principal estaba pesado de tráfico de pies, mientras familias devotas decoraban sus tumbas con velas, ramos, latas de Coca-Cola y cajetillas de cigarro.

La gente se movía como si hubiera despertado de entre los muertos, de la seriedad de sobrevivir, emocionada por visitar a sus muertos otra vez. Para la mayoría de las familias era la única vez que todos estarían juntos. Las flores naranjas encendían las calles como un fuego salvaje jubiloso, lo bastante brillante como para que los espíritus del otro lado encontraran el camino de regreso a casa.

Lucero extendió la mano, indicándole a Isabel que la tomara. Ella dudó, sin querer marcar el tono equivocado para lo que quería decirle, pero se la dio. Porque ahora mismo, no tenía opción.

—¿Qué pasa? Te saqué como querías. Me esforcé en planear esto. ¿Y me vas a salir con actitud?

—Quiero terminar —anunció.

Si Lucero estaba devastado, no lo mostró.

—Siempre dices eso. Pero tú solo eres de apego evitativo, ya lo hablamos.

Ella no cedió ante su indiferencia. Recordó su silencio de los últimos días y sabía que esa no podía ser su vida. Se negó a que esa fuera su vida. Sabía que él quería verla alterada como siempre, y que si ella lograba mantenerse tranquila y amable, así sería como podría ganar.

—Creo que estaríamos mejor como amigos.

Él notó su calma y sus pasos se hicieron más lentos. Parecía desconcertado. Pero respondió alegre:

—Me da gusto que puedas ser tan madura con esto, creo que es sano. Estoy muy feliz por ti. ¿Conociste a alguien?

Ella, por supuesto, no respondió.

—Estoy feliz por ti. De hecho me siento libre, me siento mejor. Gracias por esto. Nunca me había dado cuenta de cuánto lo necesitaba.

Isabel se iluminó.

—Ay, Lucero, qué alivio que lo entiendas. Tenía tanto miedo de que te enojaras.

—A los dos nos encanta la libertad y no podemos estar atados. Somos espíritus salvajes.

El baile de Halloween había empezado y un escándalo de trompetas conquistó el aire. Calaveras, hombres lobo y ángeles se reunían bajo un mismo ritmo. La cerveza salpicaba de botellas agitadas y los jóvenes gritaban: “¡Woop woop woop!”.

—Ven, baila conmigo —le ofreció la mano.

El resto de la noche fue un borrón borracho de ruido, vueltas y pies adoloridos. Por primera vez ella se sintió relajada. Se burló de él por la forma en que inclinaba el celular para parecer más alto en las fotos y él sonrió.

—Esto es mucho mejor para nosotros —dijo—. Nos estábamos presionando demasiado.

Había sido encantador toda la noche. Cuando hablaba, ella sentía una punzada de arrepentimiento y dolor, pero no hizo nada al respecto. Parecía demasiado tarde. Pero cuando él la tomó en sus brazos, ella se dejó. Y cuando lo molestó, rió y se divirtió, él también se lo permitió.

—Imagínate que abro una tienda y todo es mercancía solo con mi nombre. Todos estarían confundidísimos. Lo comprarían solo porque pensarían que es algo que hay que hacer —se rió—. La llamaría “La tienda de Isabel”.

Lucero soltó una risita.

—Y tú podrías tener tu propia tienda solo con playeras negras porque lo único que usas son playeras negras.

Él sonrió.

—Estoy agotado, vamos a dormir. Intenta meditar.

Ella estaba nerviosa y sentía mariposas. Se sentía como cuando se enamoró de él por primera vez. Se sentía rara, excitada. No podía dormir. Agarró el teléfono y escribió un poema para Lucero. El poema de cómo él hizo que las piezas de su cuerpo volvieran a encajar, como un millón de estrellas. De lo mucho que sentía terminar con él y de lo sentimental que por fin se sentía por él. Todas las cosas que nunca había llegado a decir.

Por la mañana empezó a llorar. No estaba segura de cuál era la causa, pero sentía que tenía que hacerlo, que su cuerpo lo necesitaba, así que lo hizo. Lucero no la consoló como siempre. Guardó silencio por un largo rato. Ella lloró durante mucho tiempo. Miró el reloj. Llevaba dos horas llorando. Finalmente rompió el silencio.

—¿Vamos a brunch afuera?

—Me vale madres lo que hagas, ve sola. No quiero involucrarme en tus planes.

Isabel se quedó pasmada.

—Pero no entiendo, ¿qué hice mal?

—Estás llena de odio, ¿verdad? ¿No te acuerdas de las cosas tan asquerosas que me dijiste anoche? ¿Sobre mi familia?

—¿Cuándo? Dime qué exactamente porque no me acuerdo. ¿Cuando hablé de tu altura? Estábamos riéndonos.

Él no dijo nada.

—¿Cuando hablé de la tienda?

Él no dijo nada.

—¿Qué fue exactamente? Tienes que decirme qué dije exactamente o no te voy a creer.

Él no dijo nada y eso la estaba matando. ¿Pensaría que ella estaba texteando con otra persona?

—Estaba escribiendo un poema para ti, por eso no dormí.

—Me vale verga tu poema —se levantó y empezó a doblar su ropa.

Así que eso era, pensó. Solo estaba celoso y paranoico.

Las manos le temblaban.

—Mira, déjame leértelo:

Te voy a amar
por mucho tiempo
Tal vez después de que mueras
Me acuerdo de cómo
hiciste que las piezas de mi cuerpo se sintieran
como un millón de estrellas
No puedo dormir nada
porque el abismo dentro de mí
me hace sentir que podría caer para siempre
y no puedo mirar hacia abajo
Pero esta noche
encontraré una forma
de vivir sin ti

Dejó el poema a un lado con nervios y miró a Lucero.

—Es una completa mierda.

Isabel ya no pudo aguantar. Se fue al baño a llorar. Se sentó en el piso con un rollo de papel en la mano, limpiándose las lágrimas. Lloró porque por fin había perdido el juego. Porque estaba finalmente rota más allá de sus propias fuerzas, y se sentía bien dejar de intentar, dejar de fingir ser fuerte, pero no podía dejar de llorar.

No podía borrar las palabras que él le había puesto a su poema. Su primer poema en años. Ese en el que le tembló la voz al leerlo. Y no lo soportaba. Lloró para siempre. Ya era mediodía cuando salió del baño. El cielo azul brillante y las palmeras ondeando, como si nunca hubiera pasado nada malo.

Lucero salió de la cocina con té en la mano.

—Isabel, lo siento, lo siento tanto. No tengo palabras. Lo siento muchísimo —empezó a llorar—. Tengo un problema con la ira, ahora lo veo. Nunca voy a enojarme otra vez. Tú me mostraste mi dolor. Lloraste por mí. Gracias. Gracias por llorar por mí.

Y entonces la abrazó por detrás. Ella aún no podía levantarse del piso. Simplemente miró el cielo azul cobalto y el viento, y por primera vez en su vida se sintió feliz. Débil, pero feliz.

Se dio la vuelta y lo abrazó.

—Dijiste que ya no querías que te tocara. ¿Estás seguro de que está bien?

Y ella asintió y lo besó para mostrarle que lo perdonaba. Porque ya se había acabado, habían llegado al otro lado de la soledad. Todo iba a estar mejor ahora.

Pasaron el resto del día felices juntos. Se sentían exhaustos y con hambre y salieron a cenar. Se transformaron en sus alter ego para la tercera y última noche de festejos. Ella se pintó la cara de blanco y delineó con pintura negra una calavera de Catrina, y añadió pegatinas de joyas rosas, blancas y moradas en patrones en espiral alrededor de la cuenca negra del ojo, de su sonrisa esquelética y de la frente.

En la cabeza llevaba una corona de rosas y cempasúchil, alternadas, recién cortadas de los mercados de flores alrededor de la ciudad, y tejidas en diademas con hojas de palma jóvenes y flexibles, peladas y ablandadas, para luego trenzarlas o torcerlas en el armazón.

La cara de Lucero también era blanca, pero líneas azules en forma de triángulo le bordeaban los ojos y pintura roja delineaba su sonrisa para su máscara de Joker. Su boca era naturalmente anchísima y no tenía que prolongar las comisuras en absoluto. El azul y el rojo le chorreaban por la cara por el calor de su cuerpo y cuando sonreía, mostrando todos los dientes, el resultado era inquietante y escalofriante.

Los gordos mexicanos lo animaban desde sus carros, tocando el claxon, gritando y aplaudiendo con alegre reconocimiento por su anti-héroe querido. Lucero levantaba el puño y reía triunfante; había conquistado el momento, se volvió rey de la noche.

Le compró comida italiana por su cumpleaños, le cantó y le tomó fotos. Le consiguieron un pastel gratis de postre. Hubo un momento en el que a él le sirvieron un platillo mejor que el de ella y, por alguna razón, eso la enfureció, pero se lo guardó.

Le inquietaba que el enojo no se fuera, la conciencia de una rabia no dicha, rondando sin importar cuánto esfuerzo hiciera por ignorarla.

Por toda la ciudad de Oaxaca se extendían mexicanos rendidos, borrachos y exhaustos, tropezando en los adoquines, apoyándose unos en otros sobre las banquetas, o increíblemente hacinados por cientos dentro de pequeños Oxxos comprando aún más cerveza.

Amantes, amigos, madres y padres con sus hijos se aferraban a sus espíritus festivos, negándose a admitir su aburrimiento ante los demás; se sentaban solemnes en sillas de plástico, recargándose unos en otros entre montones de cobijas, como empanadas, con los párpados pesados abrumados por días de fiesta, comida, baile y disfrute, de colocar cigarrillos y latas de Coca sobre las lápidas de sus muertos, cada tumba decorada con más flores y series de luces baratas que la anterior.

Las noches empezaban a confundirse; cuál tumba era la de ellos o la de sus vecinos, todas empezaban a verse iguales a medida que se desgastaba la novedad. Rancheras y sus guitarristas atacaban los tímpanos de los veteranos de la fiesta con su ya chillona versión de Amor Eterno, que llevaban tocando tres días sin parar.

Las flores se marchitaban y se caían de los arcos de las puertas y se esparcían por las aceras, junto con platos de comida a medio comer abandonados por sus dueños. En todas partes, la gente se desplomaba unos sobre otros, se doblaban hacia el suelo, negándose a ponerle nombre al cansancio interior que los empujaba a esos extremos sobrehumanos de celebración, y en cambio lamentaban, en solidaridad, la angustia de sus mentes, cuerpos y almas crudos de resaca.

La pareja disfrazada deambuló de un lado a otro por la calle, fingiendo alegría como los demás, mirando los mismos escaparates, pasando frente a los mismos puestos de comida, los mismos edificios, las mismas decoraciones que habían visto los últimos tres días. Nada era nuevo excepto los peatones, cómicamente agotados.

—Aquí no hay nada —suplicó Isabel volver a casa, pero Lucero estaba empeñado en llegar al final de la calle, al otro extremo de la plaza central, donde los comerciantes estaban cerrando sus puestos. Ahí encontró un collar de cuentas de cristal transparente moradas y un dije de madera morada, pintado con un patrón dorado de lazos, regateó con el vendedor y se lo entregó como regalo de cumpleaños.

Isabel se lo puso de regreso a casa, quedándose dormida con los sonidos del radio, voces fuertes pero desgastadas del pasado distante declarando amores amargos, trágicos, desesperados, excepcionales, triunfales y desgarradores.

Se despertó a las cinco con el presentimiento de que estaba en serios problemas y notó que Lucero no estaba. Se dijo a sí misma que no había nada de qué preocuparse. Pronto oyó la moto familiar subiendo la entrada. Entró con gafas de sol, con una expresión dura en la cara. Ella le hizo señas con la mano, y él levantó la vista, con una mirada de corazón roto. Eso la descolocó profundamente. Sabía que algo malo estaba a punto de pasar, pero no quería creerlo.

—Lucero, háblame, ¿qué pasa? ¿Qué pasó? ¿Está todo bien?

Él la sentó y se acomodó tranquilo en la orilla de la cama, de espaldas a ella.

—Tengo que decirte algo. No sé cómo lo vas a tomar ni si algún día me vas a perdonar.

—Solo dilo, puedes hablar conmigo. Sabes que soy tu persona segura.

—Te acuerdas de Lydia, la de la noche de salsa, la que baila muy bien. Pues ella quiso que me fuera a su casa y yo ya traía demasiadas copas encima. Una cosa llevó a la otra y, te juro que no pasó nada. Aunque tenía muchísimas ganas. De verdad tenía. Ella intentó hacer algo. Y yo quería, pero me detuve. Pude haberlo hecho, pero me detuve. Bueno, me quedé toda la noche porque no estaba en condiciones de manejar. Pero casi la cago muy, muy feo.

Lydia era cinco años menor que Isabel. Tenían casi la misma estatura y una complexión parecida, las mismas piernas largas y torneadas; de espalda, cualquiera podría confundirlas con hermanas. Lydia era la única mujer que le había elogiado el vestido cuando las demás la miraban con una envidia fría y distante.

Lydia, la que le decía cosas suaves como “todo va a estar bien”, sin preguntar por qué Isabel estaba sola en la barra cuando ella tenía que escapar de esa casa otra noche más.

Lydia, a la que Lucero sí le hacía caso cuando le daba consejos de bachata, pero nunca a Isabel.

Lydia, de la que él hablaba de tomar clases privadas de baile y nunca lo hacía.

Lydia, con la que se la pasó hablando toda la noche en su primera cita con amigos, y más tarde en el supermercado empezó nervioso a tararear la marcha nupcial para Isabel.

Hay distintos sabores de celos. Cierta competencia y reto son estimulantes, electrifican las partes perezosas y complacientes de una. Pero estos celos eran sucios e injustos.

Estos le envenenaban los pulmones, como si él la hubiera encerrado en un cuarto en llamas, denso de humo negro, y estuviera atrancando la salida. Tenía que salir de ahí.

27. El primer matrimonio

Lucero ya se había casado antes, su primera y única vez. Empezó cuando tenía 18 años y terminó cuando tenía 25.

Ese año, cuando terminó, iba de camino a casa después del trabajo. Había dejado unas herramientas en su garaje. Se había construido algo a sí mismo desde joven, ya dueño de un negocio próspero y con casa propia, pagada al contado.

Ya era un verdadero hombre, proveedor de una esposa y dos hijos, y eso era una enorme fuente de orgullo. Sus vecinos y amigos lo trataban con respeto y admiración. Pero él ocultaba bien sus cicatrices.

Su esposa había sido buena en su primer año juntos. Lo había hecho feliz. Él tenía un sueño: tener su propia familia, una que nunca lo abandonara. Ese sueño se hizo realidad, a pesar de los horrores de sus palabras.

“Por eso tu madre te abandonó.” Se lo recordaba por lo menos una vez a la semana. Incluso le contó a su familia que él le pegaba, lo cual no era cierto. Le rompió el corazón ver cómo su madre adoptiva ya no lo miraba a los ojos. Sus dulces ojitos pequeños.

Pero él era fuerte y estaba decidido a seguir adelante. Amaba a su esposa, y ella lo amaba a él. Eso era el matrimonio. Esa era su vida perfecta.

Lucero llegó por la entrada y reconoció la moto de Daniel, su amigo y abogado de negocios. Trató de recordar si tenía alguna cuenta pendiente con él. No, ya había pagado la última factura.

Curioso, se acercó al porche. Desde los ventanales de la sala vio la espalda de su esposa, cocinando en la cocina. Entonces apareció un brazo que la rodeó, atrayéndola de la cintura. Ella giró la cabeza, riendo. Daniel acercó su cara a la de ella y se besaron apasionadamente.

Lucero entró corriendo a la casa.

—¡Los voy a matar! —gritó.

Pasó tres noches en la cárcel. De verdad tenía la intención de matarlos. Ni siquiera intentó ocultárselo a la policía.

El oficial lo miró directo a los ojos y le dijo: Puedo mandarte a prisión, o puedes irte de este pueblo y nunca volver.

—Me voy —dijo Lucero.

Lucero necesitaba dinero para gasolina, pero cuando fue a revisar su cuenta, estaban congeladas.

—¿Qué chingados es esto? —gritó mientras irrumpía en el despacho de Daniel.

—Le debes a tu esposa pagos mensuales de manutención y ya estás atrasado. Así que se han descontado de su cuenta conjunta. Debido a tus recientes cargos… —sus ojos lo midieron con cuidado, con una condescendencia apenas disimulada— tu acceso ha sido revocado.

La mente de Lucero daba vueltas. Solo habían pasado tres días, ¿cómo había tenido tiempo su esposa de preparar todo esto? ¿Lo había estado preparando desde antes?

—Ese es mi dinero, yo me lo gané, trabajé como un esclavo desde los 18. Y esa perra nunca trabajó un solo día en su vida.

—Como esposa ha contribuido con trabajo no remunerado y el sistema está diseñado para protegerla a ella y a sus hijos. Ella también va a reclamar la casa como su residencia principal y desea la mínima disrupción posible —dijo Daniel, codicioso.

Las piezas encajaron con un horror a cámara lenta. Ya ni siquiera lo escondían. Lo habían planeado juntos desde el principio.

—Ni siquiera tengo para gasolina.

Lucero lo miró con una expresión que parecía perforarle el cráneo. Había aprendido desde niño que cuando se enojaba, la gente cedía. El abogado tragó saliva y casi perdió la compostura, pero recordó que la ley estaba de su lado.

—Y… y para la manutención vamos a necesitar tu firma en estos documentos. ¿Prefieres pagos mensuales o quincenales?

Ante esto, Lucero agarró el gran escritorio de vidrio y lo volcó. El vidrio se hizo añicos por todo el piso con un estruendo, y plumas y carpetas salieron volando en todas direcciones. La secretaria gritó mientras el abogado saltaba hacia atrás en su asiento justo a tiempo. Tenía la cara tan blanca como su camisa almidonada.

28. Preguntas

Lucero dio una calada a su porro. El rostro tenso de memoria, las líneas alrededor de ojos y boca marcando surcos finos y afilados en su cara guapa.

—Mi esposa tuvo un hijo de esa aventura y yo lo adopté. No tenía a dónde ir.

Era consciente de lo intensamente que había captado la atención de Isabel. Su mente siempre era tan aplastante, y su corazón tan débil.

—Tenía tantas preguntas que nadie respondió. ¿Por qué mi madre me dio en adopción? ¿Por qué mi esposa no me dijo simplemente que ya no me quería?

29. Casi traición

Lucero estaba llorando ahora. Todo el cuerpo le temblaba, como si el peso de lo que había hecho le hubiera caído encima por primera vez. La miraba como un hombre que se ahoga.

Isabel no decía nada, y su cara decía todavía menos.

—¿Qué estás pensando?

—Que ya estuvo.

Empacó lo esencial. Cepillo de dientes, pasaporte, billetera, ropa interior.

Lucero miraba impotente.

—No te creo. Dijiste que nunca me ibas a dejar. Dijiste que me ibas a enseñar a amar.

La miró con el rostro mojado y marcado por lágrimas y cicatrices de su vida de pesadilla.

—Ahora sí sé que estoy roto. Por fin lo entiendo. Nadie nunca me había hecho ver la verdad. Nadie nunca me había mostrado que la vida podía ser distinta a este infierno en el que he estado viviendo.

Tomó sus dos manos entre las suyas, como en plegaria.

—Necesito que tú me lo enseñes.

Ella cerró la maleta con un zip decidido. Se puso los zapatos.

—¿Y tus libros?

—Quédate con ellos.

—Te prometo que te los voy a cuidar hasta que regreses.

Y él sabía que ella volvería. Todavía tenía la mayoría de sus cosas, que ella no podía cargar ahora. No estaba tan preparada.

El camino de tierra, pedregoso y angosto, se abrió espectacularmente a un campo ancho. A lo lejos, vacas y caballos pastaban bajo la sombra de unos pocos árboles dispersos. A la derecha del campo, descansaba un océano azul brillante y palmeras delineaban el borde de la playa.

Ella se detuvo allí mismo, en el camino.

Un grupo de zopilotes se había reunido ceremonialmente alrededor de un cadáver frente a ella. Por un momento, observó en silencio cómo el ciclo de la vida se desplegaba con su crueldad majestuosa y desapegada. Él decía que los zopilotes eran su animal favorito.

Los ganchos de sus picos afilados danzaban con el aleteo de las plumas negras, largas y brillantes, bajo el sol fuerte.

30. Interludio

Se despertó de una siesta. Estaba cansada y agitada. Revisó el estatus del vuelo; “faltan 20 minutos”, anunciaba. Afuera, las colinas abajo se dibujaban en líneas rectas y organizadas, y ella notó con tristeza que ya estaba lejos de México.

Extrañaba a Lucero horriblemente, casi como una niña extraña a su madre. A distancia se sentía cerca de él. Se sentía segura y en paz.

Esa canción dulce y añorante había estado en repetición mientras dormía. Llevaba mucho tiempo sin escribir nada, pero las imágenes se formaban ahora dentro de ella a la perfección:

Fuera de la ventanilla del avión
las luces de la ciudad forman estrellas abajo
en formas más organizadas que
las lomas de Sierra Verde
Estoy sentada cerca de primera clase
Pensaba en cómo
algunos ricos quieren ser famosos
y otros no
Y querer ser visto o escondido
no hace mucha diferencia
Así que puedes quedarte con
tu secreta vergüenza de crush de secundaria
Vienes y vas alto sobre mi cabeza
volando a la torre más alta
de tu castillo
construido piedra por piedra
sobre desilusión
y amargura
Soy demasiado joven para saber
dices
qué significan las cicatrices en tus manos
Hasta tu voz
solo habla desde las cumbres de montañas
entre las nubes
Tu máscara de misterio
nadie puede abarcarla
Me pasa que conozco esta historia
el mito de Ícaro
cómo su hijo voló demasiado cerca del sol
He visto el mismo fuego en los ojos de hombres jóvenes
ambiciosos y temerarios y divinos
en este pueblo de playa
cambiando demasiado rápido
Incluso los héroes cometen errores
y destrozan postes de luz
acusan al hombre equivocado
y luego huyen lejos, lejos
Una que otra vez tú invades
mis lugares difíciles
calles sin nombre
Juré que nunca volvería a pasar
Así que solo me abro cuando tú te cierras
bailo en las calles vacías
mientras duermes
Y nunca veo el lado oscuro de tu cara
como la luna de Plutón
que gira en el mismo eje que ella
te sientas en tu prisión
olvidando qué era lo que estabas esperando
¿Era yo?
Vuelves a cerrar la puerta de tu cuarto
Aún no, aún no
Yo solo era una invitada en tu casa del descontento
no una espía en la casa del amor
Pero incluso en el espacio vacío
y millas de duda
entre nosotros
tréboles de cinco hojas y
gente zurda
uno en mil millones
átomos girando
de alguna forma descubro
que tú y yo
colisionamos.

31. El viejo que leía libros de amor 

Cinco meses después

La Honda Navi verde estaba estacionada fuera del restaurante. No podía ser de ella. Caminó hacia el otro lado y vio su calcomanía que decía en letras negras: “never not summer”. Miró dentro del restaurante. Había algunos turistas. ¿La habría rentado?

—Disculpe, ¿esta moto es suya? —preguntó. Vio las llaves en el switch. Podía llevársela ahora mismo.

El estadounidense pálido sacudió la cabeza lentamente, confundido por el tono urgente de ella. Señaló hacia la barra.

—Es de él.

Ella vio su espalda. Sintió ganas de salir corriendo. Con valentía dijo:

—Lucero, vine por la moto.

Él se dio la vuelta. Su pecho ancho y definido era atractivo y bronceado, su brazo izquierdo tatuado de negro, su cabello ondulado: estaba exactamente igual. La miró con tanta emoción, sonriendo como un niño abrumado. Tantos meses esperando y añorando y sin saber cuándo volvería. Se acercó a ella torpemente, sin saber si se le permitía tocarla. Isabel, recién vuelta de sus viajes por Colombia, llena de confianza y buena voluntad, le dio un abrazo cálido.

Sin querer volverlo algo emocional, recordó a qué había ido. Solo recoger sus cosas y marcharse. Que no la manipularan.

—Estaba tan preocupada de que la moto no encendiera. Pensé que estaría guardada en tu garaje —dijo, tragándose los nervios.

—Yo manejo tu moto solo para dar vueltas por el pueblo así. Me hace sentir cerca de ti —dijo él.

El llavero de cuero trenzado en las llaves estaba desteñido. Ella le creyó. El kilometraje era bajo; la había usado con cuidado, pero a diario.

—Estaba taaaan preocupada —dijo ella, tratando de mantenerse ligera y sociable a pesar de las miradas intensas de Lucero. Él la registraba sin descanso, buscando alguna señal, y a ella se le hacía difícil decir que sí o que no.

—Yo sé cuidar una moto —dijo con orgullo, como queriendo tranquilizarla.

Ella habló rápido. No quería quedarse. No quería irse. Le contó de sus viajes por Colombia y de todos los escritores que descubrió. Octavio Paz y El laberinto de la soledad. Los hombres mexicanos y sus máscaras de negación.

—¿Cuánto tiempo vas a estar de vuelta?

—Solo una semana —dijo.

Él se quedó callado y sombrío. La esperanza que había cargado tantos meses, por los dos, la había cargado solo él. No intentó esconder sus lágrimas. Los ojos se le pusieron rojos y llenos, pero se contuvo a sí mismo con una fuerza aterradora.

—Solo dime a qué hora vienes por el resto de tus cosas.

Ella volvió a casa y lloró. Lloró porque su corazón por fin se había roto y él mostraba los sentimientos que siempre se había guardado para sí, que ella quería conocer desesperadamente. Él nunca dijo “te amo”. Lo único que decía era: “secreto”. Todas las peleas que habían tenido siempre fueron amor. Eran dos personas tratando de aferrarse a algo porque importaba, porque les importaba lo suficiente como para pelear.

Ella esperaba un hombre amargado y furioso, pero en cambio encontró a un cachorro esperando fielmente el regreso de su dueña. Él había cambiado por ella porque la amaba. Ella podía verlo ahora. Sacó su pluma y escribió en uno de los libros que había traído de Colombia:

Eres tan jodidamente hermoso
Todavía te amo
Siempre te voy a amar
Siento tener que irme
Lo siento muchísimo
Eres tan suficiente
Eres la persona más suficiente que he conocido en mi vida
No tienes que probarle una mierda a nadie

El libro se titulaba El viejo que leía libros de amor. Regresó a su casa y lo vio hablando por teléfono, los ojos aún rojos, mirándola mientras se acercaba lentamente. Podía ver que ella también había estado llorando.

—Compré este libro en Colombia, pero me di cuenta de que es tuyo. Ella me dijo que te pertenecía. Que quería estar contigo ahora.

Él sonrió ampliamente, con los ojos húmedos y la boca estirada de oreja a oreja. Isabel se dio cuenta de que probablemente no había sonreído así en meses.

A la mañana siguiente él llegó tarde. Dijo que se había olvidado de su cita. No habló del equipaje. Se sentó, nervioso y emocionado, al borde del sofá cama donde ella estaba recostada. Empezó a hablar de todas las cosas que había hecho mal y de cómo quería ser un hombre seguro. De cuánto había pensado en ella. Ella le dijo que no tenía que disculparse ni demostrar nada. Podía ver cuánto había cambiado de verdad.

—Cuando me dijiste que querías ser mi amiga y solo ayudarme, creo que ahora lo entiendo —habló con una dificultad increíble—. Necesitaba sanar aquí.

Se señaló el lado derecho del pecho.

—Tu corazón está aquí —Isabel se rió y le puso los dedos en el lado izquierdo. Él la miró confundido.

Ella se rió.

—No, creo que tienes razón. Eres diferente. Lo tienes del lado derecho. El gran hombre de corazón derecho. Tienes que vivir el amor al revés que todos los demás.

Lucero, nacido monstruo, hermoso por fuera pero deformado por dentro, latiendo todavía de la única manera que sabía. Él la miró como si fuera la única mujer que podría amarlo, la única lo bastante astuta y valiente. La única lo bastante suave.

Dijo que estaba en una relación ahora pero que ella no había venido en meses. Dijo que nunca pensó que Isabel podría volver. Luego se inclinó y la besó. La envolvió en sus brazos, tomó su rostro entre las manos y la besó todo el día.

32. Nacido esperando

En muchos sentidos Juan nació esperando. Siempre sintió que estaba esperando a que alguien llegara. Podía esperar para siempre. Su padre decía que un hombre es alguien que decide su propio destino. De niño, él era pasivo. Era pasivo cuando su padre decía cosas de él que él no quería oír, cosas que un padre no debería decir. Él solo intentaba ser un buen hijo para su madre.

Todos pensaban que había algo que le faltaba, algún tipo de agencia o ganas de vivir. Pensaban que quizá era demasiado tímido o tonto. Él nunca intentó corregirlos, nunca supo cómo explicarse. Solo sabía que estaba esperando una señal.

Tal vez por eso nunca se acercó a Isabel cuando quería, cuando ella lo quería, cuando ella lo necesitaba.

Últimamente algo estaba cambiando. Ahora empezaba a moverse, poco a poco. Como bloques de basalto que se mueven sobre troncos, lentamente e inevitablemente, hacia su destino. Sentía una necesidad peligrosa de estar más cerca de ella.

Manejaba hasta el final del camino oscuro y polvoriento. El sendero rocoso subía en una pendiente pronunciada que daba paso a la casa asentada en el costado del acantilado. Tenía solo dos pisos, pero se alzaba sobre él por la elevación. Apagó el motor y se acercó caminando. Alzó la vista hacia las luces que salían de adentro. La noche estaba silenciosa.

Juan sabía que ella estaba allí con él. Eso lo atravesó como una flecha al pecho. Ella no debería estar ahí, sentía que estaba mal, pero se dijo a sí mismo que ella había tomado su decisión.

Su cuerpo no se movía, se resistía; ansiaba la confrontación, pero tenía miedo de lo que eso significaría para ella.

Lucero salió de la habitación. Miró hacia el océano y se apoyó en el barandal con los codos, anticipando su triunfo. Ella estaba exactamente donde él la quería. Había vuelto a su vida y esta vez él estaba al mando.

Tenía todas las opciones: la seguridad de su novia y la promesa de ella. Miró las luces del pueblo de playa allá abajo. Soñó con este momento toda su vida: la certeza de pertenecer, de ser deseado. Nadie entendería jamás los sacrificios que había hecho para llegar ahí. Su destino estaba al alcance de la mano.

Si tan solo lograra convencerla de quedarse más allá de la semana. Encendió un cigarro, nervioso. El tiempo que habían pasado separados lo sacudió. Casi lo destruye, pero no del todo. No se rompía tan fácil.

¿Nunca has querido que te amen tanto que se te olvide todo? Amado tanto que puedas volver a imaginar. Puedes inventar mundos o versiones de ti. Tal vez puedes tener el pelo rojo. Tal vez puedas bailar, tocar la guitarra. Puedes ser lo que imaginas. Ser amado tanto que alguien te crea, incluso cuando no eres real.

Ellos pueden volverlo real si se lo creen lo suficiente, si tan solo tuvieran el poder de seguir creyendo, porque Lucero se cansó de creer. Era viejo, y el mundo se hacía más pesado y duro cada día. Intentaba no mostrarlo, pero tenía miedo.

Y luego llegó Isabel, y ella era fuerte, mucho más fuerte de lo que sabía, más fuerte que el mundo entero. Lo bastante fuerte como para hacer realidad las cosas en las que él creía. Así que él esperaba que ella creyera en él, que lo eligiera.

Oyó el rugido distante de un motor de moto. Miró hacia abajo y vio una figura oscura alejándose.

La rabia y la paranoia lo sacudieron. ¿Quién era? ¿Qué le estaba ocultando ella?

33. Confesión

Estaban sentados juntos en silencio, mirando el mar desde la cocina. Así pasaban muchos de sus días. Lucero era viejo y le gustaba la rutina.

A menudo se sentaba a su lado incómodo, abrumado por lo que sentía por ella. A menudo soltaba una confesión de golpe, aparentemente de la nada, sin contexto alguno.

Le costaba poner en palabras sus pasiones más profundas; sus sentimientos chocaban alrededor de él, su sentimentalismo sobrepasando su secretismo, como si tropezaran con los muebles dentro de su cabeza, hasta que llegaban a su boca y se escapaban.

—Mataría a un hombre por ti.

34. Nahil

Quinientos años atrás

Él no había vuelto a casa en diez soles y cada vez eran más.

Nahil había empezado a buscarlo al tercer sol. Caminó sola por los bosques de las tierras bajas, donde sus pies desaparecían en charcos de barro blando, y por las tierras altas de montañas nubladas, siguiendo el curso de sus queridos ríos.

No tenía control sobre su cuerpo. Su cuerpo buscaba sin descansar. Caminaba todo el día incluso en el punto más caliente del mediodía y caminaba toda la noche. Caminaba bajo tormentas de lluvia que lo convertían todo en río.

Nahil, ella misma, estaba en otra parte. Escuchaba el silencio donde antes estaba su voz. Su espíritu se había ido, no solo su cuerpo. Ella siempre podía sentirlo con ella incluso cuando estaban separados. Pero ahora no lo oía, y no sentía el calor que siempre la protegía, como recostarse en la piedra arenisca calentada por el sol después de un baño de agua fría.

Se sentía expuesta, temblaba en la neblina fresca y se cubrió los hombros con su capa.

Al undécimo día, supo que estaba muerto.

“Muéstrame dónde está su cuerpo”, le pidió al bosque.

Apareció un zopilote y planeó sobre su cabeza, seis marcas al este de la estrella de la mañana, Venus naciente. Ella la siguió.

No hablaré de lo que vio cuando encontró su cuerpo. Era demasiado espantoso. Pero supo que había muerto una muerte horrible, sin dignidad, y que sabía quién era el responsable. Sabía que solo una persona tenía el odio suficiente para hacer algo así.

Medio fantasma y medio rabia, marchó de regreso a la ciudad de Nicoa.

Alrededor de su cuello llevaba el collar que encontró enredado junto al cuerpo. De él colgaba un amuleto: una pata de jaguar tallada en hueso, símbolo de la protección de su silencioso espíritu guerrero.

Una trenza ajustada de fibras simbolizaba su lealtad irrompible. Ella la había tejido con sus propias manos; ahora estaba deshilachada y manchada de sangre.

Pasó frente a la casa de sus padres, donde ella misma había vivido hasta la última cosecha de verano, cuando se casó.

Siguió caminando hasta la última fila de viviendas de nobles, casas rectangulares de piedra y barro con techos de palma, paredes de adobe pintado. Móviles de viento tallados en concha y hueso murmuraban con solemnidad al paso de ella.

Más adelante el camino se estrechaba, flanqueado por altas cercas de cactus y postes de madera tallada marcados con glifos de visita.

El alojamiento del príncipe Nakome se erguía aparte, levemente elevado sobre una plataforma de piedra, con petates de caña cubriendo la entrada sombreada.

Un muro de estuco blanco, agrietado por el calor, envolvía un jardín privado. Dos guardias estaban afuera; la miraron, pero no la detuvieron. Nadie lo haría.

Dentro, las decoraciones eran modestas pero de elite, dignas de un dignatario visitante. Las paredes eran de adobe pulido. Simples petates cubrían el piso y un relieve pintado de una serpiente miraba altivamente a los visitantes.

El humo del copal flotaba perezoso desde un pequeño fogón en el centro del cuarto. Nakome estaba sentado en un banquito de madera tallada, con una piel de jaguar bajo él y hojas de obsidiana de todas las formas a su lado.

Era un hombre pequeño, de piernas cortas, manos grandes y llenas de cicatrices y brazos delgados y fibrosos.

Nakome alternaba entre fumar de su pipa de tabaco y afilar sus hojas. Fumaba con una compostura forzada.

Uno de sus guardias se apresuró a informarle de la entrada de ella, pero él apenas le hizo caso. La estaba esperando, quizá desde hacía días. Sonreía al ver su estrategia culminar, cada paso desplegándose como había planeado.

Eso solo la enfureció más, al ver en su expresión desnuda sus actos. Su falta de remordimiento por el asesinato, su avaricia mimada y su derecho asumido a todo.

Se miraron fijamente, y todo quedó en silencio, excepto el suave tintinear de las cuentas de madera detrás de ella cuando atravesó el cortinaje.

Ella se quitó el collar y lo sostuvo frente a Nakome. Amuletos de sangre y hueso colgaban de sus dedos.

—Así que no pudiste soportar perder un juego de pelota contra un hombre del pueblo. ¿Esto demuestra lo poderoso que eres? ¿Por eso lo mataste en secreto, o fue por vergüenza?

Nakome no se inmutó. Le sonrió e ignoró sus acusaciones.

—Parece que tu soldado ya no está con nosotros. Debemos escuchar a los dioses y hacer lo que es mejor para el reino —dijo, haciendo una seña a sus guardias.

Ellos le trajeron algo pequeño envuelto en un paño.

Él lo tomó en la mano y se puso de pie, preparándose para la propuesta. Había esperado muchos ciclos lunares por este momento. Cuántas veces lo había imaginado en su mente solitaria y agitada.

Al acercarse, inclinó apenas el mentón hacia abajo y a un lado. Una media reverencia, reconociendo su estatus.

A unos pasos de distancia se arrodilló sobre una rodilla y sostuvo un pequeño espejo de concha pulida, como regalo de cortejo. Sus manos temblaban, algo que solo Nahil podría notar.

—Ahora ves, los dioses nos escogieron. Estábamos destinados a estar juntos —dijo.

Sonrió con triunfo y esperó, expectante, a que ella diera un paso adelante y tocara su palma, señal de su acuerdo.

Él esperaba sumisión, o al menos un arrebato. Pero en cambio ella lo miró con sus ojos hermosos, ahora vacíos.

No vio en ellos más que lástima y tristeza.

—Eres un hombre arrogante y pequeño. ¿Qué celos y codicia ciegan tus sentidos? ¿Qué sufrimiento has causado a otros pero, sobre todo, a ti mismo? Un día pagarás por este mal. Si no en esta vida, en la próxima. ¿Qué le has hecho a tu alma futura, a tus hijos? ¿Qué horrores los esperan ahora? Ellos pagarán por lo que me has quitado: mi amante, mi hogar, mi felicidad. Sufrirás el doble, una vez por mí y otra por mi amante. Yo me reuniré con él de nuevo, y tú no habrás cambiado nada. Tu sufrimiento nunca terminará, y no habrá sido por nada.

La princesa, sosteniendo su compostura bajo el peso de su rabia y duelo, se fue antes de derrumbarse en lágrimas delante del hombre malvado.

El príncipe no se inmutó con su rechazo, y en cambio miró pensativo su pipa de barro negro muy pulido, sopesándola entre los dedos. Inhaló el tabaco profundamente con seda satisfacción.

Dos ojos curiosos miraban desde el rostro de una rana: un tatuaje que adornaba el dorso de su mano.

La princesa era joven y fogosa. Eso le gustaba. Sin duda, Nakome era intensamente ambicioso, codicioso, apasionado y emprendedor. Su cuerpo estaba adornado con tatuajes y amuletos impresionantes, pero no solo por vanidad. Lo que pocos sabían era que también era un hombre espiritual, profundamente interesado en el poder no solo del mundo físico, sino también de lo invisible.

Exhaló lentamente con control medido. El humo se arremolinó alrededor de él en patrones misteriosos y lúcidos. Era un hombre profundamente inteligente.

Había anticipado la negativa de la princesa. Su apasionado romance y su vena rebelde eran bien conocidos en todas las lomas del cacicazgo central. Sabía que ella no vendría a él en esta vida.

Pero él iba dos pasos adelante de ella, como un ocelote entre la maleza. Había asesinado a su amante con una intención tan absoluta y llena de odio que se aseguró de que el hombre al que ella amaba jamás se recuperara, ni siquiera en la próxima vida.

Cuando se reencontrara con él, no sería nada parecido al amante que recordaba. Y sabía que lo haría; contaba con eso.

En la próxima vida, ella se vería obligada a dejar a su amante y venir a él por voluntad propia. Era un hombre paciente, se recordó a sí mismo, y dio otra calada a su pipa.

El secreto dentro del secreto dentro del secreto era cuánto amaba a la princesa, cuánto estaba decidido a hacerla suya. En la próxima vida, ella rogaría por ser su amante.

Algunos soles después, ella entró en el océano y su cuerpo no volvió a encontrarse.

Cuando el alma de Nahil miró atrás a esta decisión muchos siglos después, desde una mente más sabia y nueva, comprendió el error del suicidio.

Cuando volvió a encontrarse con su soldado, él era exactamente el mismo: con un corazón de piedra, atrapado en pesadillas.

Luchaba y resistía incluso su toque, y se quedaba detrás de su escudo inflexible. Era como un fantasma peleando contra un atacante desconocido, sin saber que ya estaba muerto.

Se negaba a morir cuando ya estaba muerto, y eso era lo mismo que quitarse la vida mientras todavía estabas vivo.

Pero eso era amor. Él se negaba a morir y ella, por eso, se rindió demasiado. Siempre estaban juntos, conectados y, trágicamente, nunca era suficiente.

35. La pintura

Isabel quería ir por pan fresco y café a la panadería, pero Lucero estaba raro. Evadió su propuesta y se ofreció a cocinarle el desayuno. No quería que la gente hablara mientras él tenía novia.

Esta vez Isabel le dijo que lo amaba y que quería casarse con él. Pero él no confiaba en ella, o no confiaba en la versión de sí mismo a la que ella decía amar.

Isabel devoró sus huevos revueltos con salchichón, completamente ajena a sus motivos. ¿Qué sabía ella? ¿Qué estaba pensando? Había algo en esa versión de ella que había vuelto que lo inquietaba. Era demasiado dócil, demasiado ligera.

Ella miró alrededor de la casa. Ahora estaba arreglada de forma distinta, casi vaciada, despojada de todas las decoraciones, sin obras de arte ni sofá.

La sala solía estar llena de vida, con guitarras, panderos, muñecas de paja y máscaras de sus viajes.

Ahora un gran cuadro inacabado colgaba en un caballete.

Una corona de flores y plumas reposaba sobre la cabeza de una mujer con la cara pintada de calavera, mirando por sobre su hombro con una expresión orgullosa y casi altiva. Dos ojos, apenas esbozados en lápiz, se asomaban a través de la máscara blanca desafiante.

Una princesa antigua, a medio resucitar, emergiendo de un fondo negro.

Se parecía exactamente a Isabel. El parecido era inquietante.

—Esa eres tú —dijo él—. Pintarte me hacía sentir cerca de ti, pero luego… —su dolor era evidente, casi culpándola—. No la he tocado en meses. No sabía cómo terminarla. Ahora que volviste quiero acabarla.

Ella sonrió. Dijo que le emocionaba verla terminada.

—Yo también empecé a escribir una historia —dijo—. Siento que es una historia que nací para contar, no sé cómo explicarlo.

—Es sobre una princesa maya amada. Se decía que era guardiana de la naturaleza y que las flores florecían a su alrededor. Estaba prometida a un príncipe hambriento de poder. Se enamora de un soldado pobre y acuerdan escapar juntos. Él viene a buscarla una noche antes de la boda, y ella huye con él. Pero justo antes de que salga el sol, el príncipe los alcanza y le dispara una flecha al pecho, matándolo en sus brazos. Luego la obligan a casarse con el príncipe, pero en la boda ella no aparece por ninguna parte. Encuentran su cuerpo en el río; se había quitado la vida, jurando reencontrarse con su amante algún día, en la próxima vida.

Ella observó la cara de Lucero esperando su reacción, pero lo único que obtuvo fue una ceja levantada, cortésmente impresionada.

—¿Te gusta? —preguntó.

Lucero empezó a levantarse para lavar los platos.

—¿Crees en las vidas pasadas? —le preguntó.

—Por supuesto. Todos tenemos deudas que pagar si queremos una buena vida —predicó.

36. La pelea

Durante mucho tiempo, quizá siempre, ella había estado buscando una verdad sobre sí misma, corriendo hacia ella y huyendo de ella a la vez.

Se escondía en los brazos de Lucero, bajo el peso de su fantasía, que se hacía pesada como lápidas. Volvían a pesar de nuevo, como recordaba. Su peso se volvió insoportable.

Alguien, en alguna parte, no quería que se quedara dormida ahí, que desapareciera en ese olvido. Se sintió abrumada por el deseo de ser libre.

Isabel miró los moretones en su antebrazo. Había dos marcas en el brazo derecho y moretones en el dedo meñique y un corte de cuando sostenía la varilla gruesa de alambre en espiral. No estaba segura de cómo se llamaba, pero estaba en el suelo y ella la agarró.

Era medianoche. Había otros huéspedes en el hotel que se habían despertado por los gritos.

Lucero la había empujado diciéndole que se fuera. Le había agarrado el cabello y la había tirado al suelo.

Ella tropezó, tratando de no perder el equilibrio ni pisar descalza las piedras afiladas del jardín.

Su patineta estaba encerrada en el garaje y ella sabía que en la mañana él la evadiría; tenía que recuperarla ahora.

—¿Qué hora es? Mira la hora, mira lo que estás haciendo —la amenazó cuando ella irrumpió en su cuarto.

Él no iba a devolvérsela.

Ella miró alrededor del dormitorio y vio la laptop conectada al cargador al lado izquierdo de la cama. La agarró.

—La rompo a la mitad si no me devuelves la patineta.

—¿Estás loca?

Él se levantó y ella empezó a correr, pero él la alcanzó. Ella tenía miedo de que él se le acercara demasiado.

—Prométeme que me vas a devolver la patineta en la mañana, me voy a las nueve.

Él no dijo nada.

—¡Prométemelo! —gritó.

—Sí —dijo.

Le entregó la laptop y volvió a su habitación. Se sentó en la cama. Él tenía otras cosas que eran de ella: un portatablas para la moto, un casco, algunos libros, y ella estaba dispuesta a dejar todo eso. Pero había algo con el patín que le tocaba una fibra, y él lo sabía. Podía comprarse uno nuevo y evitar por completo su abuso, pero no quería. Se enderezó de pronto y se dio cuenta de que él estaba mintiendo. Bajó otra vez. Sabía que le tenía miedo, por la forma en que él se le había acercado. Pero no estaba pensando. Así que volvió a bajar y golpeó su puerta con los puños, exigiendo el patín ahora mismo, llamándolo mentiroso.

Él abrió la puerta y la empujó: una vez, ella perdió el equilibrio por el shock de que él realmente usara la fuerza contra ella, que de verdad cruzara esa línea.

Los hombres le habían hecho muchas cosas, pero nadie, ni uno solo, había cruzado esa línea antes. Ella estaba en shock con la situación en la que de verdad se encontraba, pero no podía permitirse estar en shock. Tenía que decidir qué hacer, rápido.

Se levantó e intentó empujarlo de vuelta. Él la empujó otra vez y ella trastabilló fuera del porche bajo de concreto y sus pies dieron con los bordes afilados de la grava gruesa del patio. Por poco se cae sobre las grandes y espinosas matas de agave.

Los ojos de él estaban rojos y llorosos, como si fuera él al que habían golpeado, como si ella lo hubiera herido, y estuviera a punto de llorar de desesperación.

Era a Isabel a quien él quería, e Isabel se iba, llevándose todo con ella, no solo una patineta, sino todo lo que él había valorado.

Su cuerpo se sentía tan ligero, pensó, como si no estuviera ahí. Trató de empujarlo de vuelta, pero cuando él la empujaba, ella simplemente caía.

Sus dedos grandes y carnosos le agarraron el cabello, él decía cosas llenas de odio.

—¡Al suelo!

Cuando ella intentaba levantarse, sus dedos en el cuero cabelludo intentaban empujarle la cara contra el piso.

Casi se sintió humillada, podía sentir que esa era su intención. Pero no sentía vergüenza. De hecho, le parecía gracioso.

Le parecía gracioso que ella lo estuviera lastimando y que él estuviera llorando, aunque en la realidad física él la dominaba, le hacía daño, pero a ella le resultaba gracioso hacer llorar a un hombre adulto.

Después de dos años, por fin había encontrado el botón que quería apretar. Sintió la dulce válvula de la venganza abriéndose. Esto era. Irse de él, esa era su debilidad.

Con la cara casi en el suelo, sabía que él podía hacerle más daño, más que esos empujones y que ella se raspase las plantas de los pies en las piedras.

Pero sentía que él no intentaba dañar su cuerpo, solo asustarla y humillarla. Al menos no todavía. Eso le daba espacio para responder. Él quería que ella respondiera. Quería que suplicara y cediera a sus deseos, tal vez que cambiara de opinión.

Pero ella estaba demasiado emocionada por haber encontrado su punto débil, y por el poder que tenía sobre él al irse. Eso le daba tanto valor.

Ni siquiera era valor: satisfacción. Emoción, incluso.

También estaba enojada porque él la estaba humillando. Le gustaría poder lastimarlo también.

Pero él estaba furioso y ella no. Esa era su ventaja.

Él estaba hambriento de su rendición, de violencia y poder. Ella también estaba hambrienta, pero de la ventaja. De las lágrimas en sus ojos, de su explosión final, de la que se arrepentiría en la mañana, de cómo eso significaba que él había perdido esa batalla entre los dos, para siempre.

Estaba lista para aprovecharse del todo de él ahora, de su rabia frágil, infantil, casi inocente y ingenua, y de su dolor.

Su cara estaba a menos de un pie del suelo, mirando las piedras. Pensó en Lucero enojándose con Chica y arrojándola de la mesa.

Antes de levantarse, una sonrisa secreta cruzó su rostro, que se cuidó de no mostrarle, para provocarlo aún más.

Acababa de descubrir una parte de sí misma, como una pieza perdida.

Tenía voluntad de pelear, como si hubiera nacido preparada para pelear y el resto de su vida hubiera sido una neblina adormilada pretendiendo ser cualquier otra cosa.

Claro que se sorprendió. Toda la gente que había conocido le había dicho que tuviera miedo, que protegiera su yo suave y sensible de momentos como éste.

Le enseñaron que la naturaleza humana tiene miedo y se dobla ante el miedo: rindiéndose, cediendo ante la fuerza.

Eso no la describía a ella en absoluto.

La juzgaban por pasarse tanto tiempo en cama llorando. Pero cuando llegaba el momento de crisis, no era como los demás.

Se sentía viva, como si por fin fuera ella misma.

Como un jaguar criado por venados. Ellos siempre tenían miedo y siempre la atacaban a ella porque ella veía lo asustados que estaban, siempre le resultó evidente.

Y ahora Isabel descubría que su falta de miedo no tenía fin.

Se sentía tranquila, incluso feliz. Y sabía que era exactamente lo opuesto a él. Sabía que lo estaba dominando, con facilidad.

Pero la pregunta era qué hacer con esta situación inmediata.

Se sentía tranquila, y mientras más tranquila estaba ella, más miedo tenía él, lo que la calmaba aún más.

El miedo de él era difícil de calibrar.

No confiaba en su estado mental; él estaba frágil, irracional. Entendía que su rabia no venía de un lugar conectado a la realidad, al aquí y ahora.

Por dentro, él estaba lejos, encerrado en una batalla por su vida que venía de años atrás.

Probablemente era más fuerte que ella, pero no mucho, no lo suficiente como para asustarla. Ella también era fuerte, más alta que él por un centímetro.

Como regla, ella nunca, nunca, nunca dejaba que nadie supiera la reserva de poder completo que tenía dentro; siempre dejaba que la gente creyera que era más débil de lo que era. Guardaba esa fuerza para momentos como este.

Pensó en las implicaciones legales de lastimarlo. Era demasiado arriesgado; él estaba listo para explotar, quería crear caos, perder la cordura.

Sentía en él la voluntad de volverse salvaje como un animal y arrastrarla a ese estado de sed de sangre.

Decidió que era mejor marcar un límite y contener su irracionalidad subiendo las apuestas, pero en sus propios términos.

Miró alrededor buscando algo duro. En la baranda de una terraza había una varilla de metal oxidada con borde en espiral, podía haber sido de una herramienta. La tomó, cerrando el puño derecho firmemente alrededor, y la sostuvo en una posición en la que estaba lista para usarla.

Hubo un destello de miedo en los ojos de él.

Él caminó hacia el garaje. Ella lo siguió, sus ojos adaptándose a la oscuridad y sus pies descalzos sintiendo las puntas de la grava filosa.

Él abrió el candado del garaje en la entrada, fuera de la reja, y tiró la patineta al suelo.

Ella la recogió e intentó seguirlo de vuelta a la casa. Él seguía empujándola cada vez que intentaba entrar.

Sus manos le rasgaron la camiseta de tirantes, dejándole los pechos al descubierto, tratando de humillarla otra vez.

Ella no se inmutó.

Después de todas las veces que de verdad había sido violentada, no sintió nada.

Simplemente se acomodó la blusa y reanudó la pelea.

Estaba tan cansada de que él y el maldito mundo entero siempre le quitaran cosas y la usaran. Nada de lo que estaba pasando ahora la molestaba en absoluto.

A la luz del único poste de alumbrado parpadeante sobre el corredor de tierra, el aire helándole la piel a través de la blusa rota y floja, empezó a darse cuenta de que quizá era ella la que había sido empujada demasiado lejos y ya no tenía nada que perder.

Tomó la varilla e hizo toda una escena, balanceándola sobre su cabeza. Apenas usó fuerza; no creía necesitar tanta. Era suficiente dejar claro su intención.

—¿Y eso qué? ¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó él, no ya con rabia, sino con miedo.

Ella lo estaba reduciendo a la sumisión con lo lejos que estaba dispuesta a llegar; ahora él intentaba neutralizar y terminar la pelea.

—Soy mujer. Me estoy defendiendo —dijo ella, firme.

Forcejearon por la varilla un minuto, pero la agresión lo estaba dejando, ella podía sentirlo. Lo dejó arrebatársela.

Él dio unos pasos hacia adentro de la casa y, sin voltear, dijo:

—Lárgate. Ahora mismo.

Pero lo dijo sin detenerla, sin siquiera dar media vuelta para ver si lo seguía, como si tuviera miedo de ella.

—Me voy en la mañana, ese es mi plan. Esta noche duermo aquí —afirmó ella.

Él no miró atrás, no podía verla a los ojos. Estaba avergonzado de en lo que se había convertido.

Le había prometido que nunca la tocaría, que era un hombre seguro y que había cambiado.

Pero nunca podría deshacer esa noche.

—Buena suerte con tu nueva novia —dejó escapar ella una risa amargamente traviesa mientras subía las escaleras, como diciendo: no olvides de qué va esta pelea, va de que no puedes obligarme a amarte.

Lucero volvió a su cuarto. Sus puertas, antes cerradas con llave a cal y canto, se quedaron abiertas a la noche fría.

37. Tipo duro

Pensó en sus brazos, mucho más fuertes que los de ella. Se cansaba rápido en las olas cuando iban a surfear juntos. Él la dejaba atrás en la espuma blanca y se reía sorprendido cuando ella lograba alcanzarlo.

Ella quería ser una mejor surfista como él, el tipo duro. Siempre libre, siempre afuera talando árboles o surfeando con sus amigos que vivían en tiendas de campaña en la playa, en vez de paralizada en la cama como ella. Haciendo nuevos amigos y nuevas amantes en lugar de recordar al mismo hombre como ella. Yendo a fiestas en vez de escribir en el escritorio de arriba como ella, mirando cómo se apagaba la luz sobre el mar.

Él decía que hacían buena pareja. A él también le faltaba la madre. Isabel sintió los lados vacíos de su cama, estaba sola una vez más. Su piel era tan suave cuando la abrazaba cuando ella no podía dormir. Le susurraba que siempre se despertaría por ella en medio de la noche. Sus ex amantes estaban todas rotas igual que ella, pero ella era a la vez suave y fuerte, decía él. Elegían ropa en la paca y manejaban por todo el país buscando a alguien que los amara a los dos, y él siempre le robaba el protagonismo. Se turnaba entre adorarla y burlarse de ella. Lanzarse a sus pies y lanzarse a los pies de otras mujeres.

Estaban cazando, buscando, pateando y arrastrándose, por su madre, por la madre de ella, por la madre perfecta, ese fuego que arde con el corazón congelado, volviendo tus dedos negros, vaciándote el estómago con su hambre implacable.

Anoche ella se sostuvo a sí misma y susurró que se amaría de todas las maneras en que su madre no la amó. Ay mi niña preciosa, haría cualquier cosa por ti, mi niña preciosa. Se agarró desesperada los propios hombros para no deshacerse en pedazos. Como un animal, como una ladrona en el cuarto de otra persona. Gritó dentro de la casa grande y vacía. La noche, Kali, la diosa madre de la muerte, se llevó sus gritos. Se lo entregó todo.

Eligió entrar en el dolor interminable, ese vacío de existir, sabiendo lo aterrador que sería este mundo sin su madre, sin sus ilusiones. Decidió caminar ese camino de todos modos, sin ninguna promesa por delante, sin nadie que la amara de vuelta, sin nadie que la atrapara excepto estos dos brazos flacos sin otro torso que el suyo propio, el que estaba en llamas, el que dolía tocar.

Tipo duro. Este era el camino que él no podía soportar. No era lo bastante duro para esto. Siempre se colgaba de ella como un gatito casi desvanecido. Casi plenamente vivo, aferrado a su vientre con las garras.

Tipo duro, tan asustado, tan, tan terriblemente asustado. Sus manos llenas de tatuajes temblaban cuando la policía le entregó la orden de restricción.

Ella siempre tuvo miedo, pero era mucho más dura que él.

Golpeada y llena de moretones, se quedó despierta en la cama. Había ganado. Estaba libre de él. Primero lloró de alivio, luego lloró por la ternura que se perdió para siempre.

Fue amor. Y se acabó. Eso le pasa todos los días a alguien en el mundo. Y hoy tenía que tocarle a ella.

Isabel se revolvió en la cama, era muy pasada la medianoche, pero esta noche no era distinta a todas las noches desde la pelea, en las que era incapaz de descansar. Los días pasaban como perlas de obsidiana de un collar que no podía tragarse. Estaba cansada y medio dormida todo el día, pero por la noche un espíritu salvaje de viento aullante la visitaba y atormentaba su mente despierta.

El nombre del mito, Nakome, ¿por qué sonaba tan familiar, y quién era?

Susurró:

—Kanaan-kak.

38. Puertas abiertas

Lucero yacía en la habitación oscura. Las olas del mar reverberaban por la cámara vacía de su cuarto a través de las dos puertas abiertas de par en par, al pie de su cama, que no tenía fuerzas para cerrar.

Ya no tenía nada por lo que luchar. Se sentía derrotado, y sabía que eso venía desde hacía tiempo. Sabía que ella se iba, y ese fue el momento en el que dejó de intentar demostrarse ante ella, demostrar que era un hombre bueno y digno. En cambio, se sintió libre de mostrarle cómo se sentía realmente, lo enojado y asustado que estaba por dentro. Quería que ella lo supiera.

Él no era complejo e incomprendido como ella creía. Eligió su vida de exilio, eligió su soledad y su aislamiento. Sabía que ella nunca quiso realmente dejarlo, podía oír las palabras que ella nunca pronunció, la escuchaba cuando vagaba por esas colinas cubiertas de neblina y se perdía en ellas toda la noche. Ella lo llamaba, incluso ahora; solo necesitaba que él fuera fuerte, más fuerte que su padre, más fuerte que su abuelo, lo bastante fuerte como para salvarla de su propia debilidad.

Incluso cuando fue adoptado y querido y cuidado, incluso cuando fue amado más allá de lo justo, incluso cuando lo deseaba desesperadamente, se negó a dejarse llevar, se negó a ser arrastrado lejos de ella otra vez. Se negó a moverse. Era su soldado raro, imposible, valiente, salvaje, incansable. Incluso cuando ella decía que no lo quería, él sabía que sí, que tenía que quererlo, tenía que.

—Madre —lloró en la oscuridad.

Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas viejas y sensibles, mojándole el pelo y la almohada.

—Madre, he sido un buen hijo, solo te he amado a ti. Nunca dejé de luchar por nosotros. Nunca me rendí. Querían que me rindiera, pero nunca lo hice. Incluso cuando intentaron ganarme, incluso cuando se lo merecían, solo te amé a ti, soy tu hijo, tu único hijo, solo te pertenezco a ti.

Se cubrió la cara con las manos y sollozó.


Epílogo
 

Las montañas negras de Oaxaca

Qué hermosas eran las montañas negras de Oaxaca
en noviembre,
escondidas por la noche y rodeadas por completo de desierto.

Sentí que no había mundo fuera del desierto.
Ni océano ni la Antártida ni China,
solo desierto
y las ciudades de México al frente.

¿Qué murió y fue enterrado en esas montañas de ceniza?
¿Qué nombres, qué almas
dobladas con cuidado dentro de esas rocas torcidas,
frías como hueso?

Qué secretos le oculto a mi amante.

Lo miro a él y él mira el camino, concentrado en manejar por la autopista, va más rápido de lo que está acostumbrado. Está tenso, la cara, el pecho, las manos, él también tiene frío.

Me parece un desconocido. Todos me parecen desconocidos aquí, incluso la gente que conozco, la gente que recuerdo. Es mi cumpleaños, me compró la cena. Estoy pensando en otra persona. Él sabe lo que significa cuando estoy callada. Pero como es mi cumpleaños me canta: piensa en mi, llora por mi, no llora por el.

En momentos como este despierto.

Aquí había un recuerdo, tan antiguo, tan viejo.

Soy igual que esas montañas de Oaxaca.
Soy un alma doblada muchas veces.

Recuerdo vidas que fueron sacrificadas en nombre del amor.

Volví a encontrar a mi amante
Lo sacrifiqué de nuevo
Y quizá lo haga otra vez en la próxima vida.

Tal vez una parte de mí se vuelva cínica y fría, porque en esta vida ardí demasiado. No pude controlar mi rabia.

El camino se ve solo como una ruta extraña y oscura y errante y sin sentido.

Los sueños incumplidos de los hombres se extienden a través de la eternidad, arden por mí y yo ardo también, por algo totalmente distinto.

Mi amante es un hombre violento. Era mucho mayor que yo. Ahora soy más vieja, envejecí con él, era como un padre para mí.

Con el tiempo, los recuerdos se han vuelto hermosos y fascinantes, o quizá siempre lo fueron.

No me molesta contar esta historia cien veces.

Cuando lo visito ahora en mi mente, subo esa colina a su recámara donde estaría leyendo en su escritorio, somos mucho más amables ahora que antes. Ha pasado mucho tiempo, se han aprendido muchas lecciones.

Tengo recuerdos buenos y malos con él. Es como recoger pedazos de espejo, siempre confuso pero interesante y complicado de una forma cool, a veces de una forma insoportable.

Pero el otro, de ese no soporto hablar.

Cuando se trata de él mi boca, mi corazón y mi mente se apagan como si estuviera muerta y enterrada.

No porque esté infeliz, sino porque simplemente no puedo. No sé cómo. Porque no debería, simplemente no debería.

Él siempre está muerto cuando intento alcanzarlo y sin embargo siempre se niega a morir cuando me alejo.

Le dice cosas a mi alma que necesito oír, que mi cuerpo no entiende. Mi mente no entiende.

Me dicen que escriba mi propia historia. Que tengo poder.

Esa gente es idiota.

Algo me trajo hasta aquí y algo me obliga a irme. Nada se elige.

La gente no eligió sufrir los últimos quinientos años.

Estoy tan frustrada. Volví por él y lo perdí otra vez.

Finjo que no sé por qué, pero es obvio, siempre ha sido obvio, nunca quise creerlo.

Entre nosotros está la ruptura de todo el mundo, el sufrimiento de toda la gente, la pobreza, la violencia, que él se niega a renunciar por mí.

Él está consumido por eso hasta el punto en que ya no existe.

Lo que lo mató desde el principio.

Puedo oírlo sin palabras.

¿Qué entiende la psiquiatría occidental sobre las cosas que yo he visto en mi vida, en estas calles, en estos muros inciertos?

Y sé que él tiene razón. Yo no veo porque no quiero ver.

No es algo que pueda arreglarse con ninguna cantidad de estirarnos la mano el uno al otro.

Haría falta un mundo entero entre nosotros para resolverlo.

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