Estaba haciendo fila en una tienda esperando para pagar y la mujer frente a mí se dio la vuelta y me imaginé a mí misma siendo pequeña y tierna y diciendo y haciendo y actuando de la manera perfecta para que no me llamaran arrogante o buscadora de atención o superficial y no llamé la atención. Lo hice bien. Se dieron la vuelta y me miraron. Me ignoraron y siguieron hablando entre ellas. Yo mantuve el acto porque ya estaba comprometida con él, pero me sentía enojada y exasperada porque estaba siendo perfecta y adorable según mi propio juicio y sabía que esas señoras al azar no me iban a querer y lo entendí y supe entonces que había estado furiosa por tanto tiempo porque mi mamá jugaba un juego conmigo. Ella me daba razones por las que yo estaba equivocada pero luego, cuando yo tenía razón, era ella la que se negaba a quererme. No estaba equivocada al esperar que me quisiera o al desearlo. No estaba equivocada al ser vulnerable o al ser una niña aunque ella me intimidara y se riera de mí por dentro por querer desesperadamente que le cayera bien. Era incorrecto que ella no tomara la responsabilidad de ser mi madre y ella era la falsa, la fácil, la superficial. Ella era la que enfrentaba al público, cambiaba la voz cuando contestaba el teléfono. Siempre me estaba empujando detrás de ella, empujándome a retroceder, diciéndome que todo lo que hacía nunca era lo suficientemente auténtico, nunca lo suficientemente profundo, nunca lo suficientemente compasivo, que yo no tocaba el alma del alma del alma. Nunca era lo bastante profunda así que cavé y cavé y tenía cicatrices de acné en las mejillas y cavé un hoyo hasta el otro lado de mí, directo a China, directo al infierno, directo a Costa Rica y por la puerta trasera de su casa de la cual trató de impedir que yo saliera y directo fuera de su vida para siempre con un correo de cese y desistimiento amenazando acción legal y nunca jamás jamás volví a escuchar una palabra de esa mujer.
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