Vi prostitutas cuando caminaba hacia la Plaza Botero.
Era un día lluvioso y cálido, el tráfico era caótico, y los vendedores del mercado llamaban a los peatones para que entraran. La lluvia cortaba el smog de la ciudad, filtrándose por los estrechos pasillos entre las carpas de los vendedores en medio de la calle y los edificios comerciales. Las calles estaban llenas de los mismos productos en cada puesto: zapatos falsificados de Nike, Adidas, New Balance y Gucci, envueltos en plástico, fila tras fila. Las carpas estrechaban aún más las calles ya de por sí angostas, creando pasadizos como laberintos, fractales de organización de mercado, de mercancía, de símbolos de poder replicados, reduciendo la grotesca avaricia del primer mundo a 15 dólares por par, como un dibujo infantil que copia y, sin embargo, capta de forma burda más de lo que los ojos refinados pueden ver.
Mujeres jóvenes de todas las formas, tamaños y géneros estaban paradas en las entradas de bares y en las esquinas de las calles, charlando y bromeando. Al principio pensé que alguien estaba celebrando una fiesta; estaban arregladas como si fueran a un club. ¿Estaban esperando el autobús? Parecían más felices que todos los demás. Como si realmente se estuvieran divirtiendo.
Pero su piel expuesta y sus cuerpos de todas las formas me recordaron dónde estaba, y me di cuenta de que eran las trabajadoras sexuales de la ciudad de Medellín.
Se veían tan fuertes, tan seguras, tan desafiantes, tan indiferentes a los hombres locales que las molestaban y les lanzaban comentarios.
Esperaban bajo la lluvia, escaneando las calles en busca de los pocos extranjeros que había en la temporada baja y lluviosa.
Estaban más preocupadas por el dinero que llegaría o no llegaría, por el marketing y la búsqueda de clientes.
Estaban más preocupadas por el dinero que llegaría o no llegaría, por el marketing y la búsqueda de clientes. Había una agudeza en su coquetería, la agudeza de la supervivencia. Eran más agudas de lo que yo jamás podría aspirar a ser, ni con todo mi coraje, mi genialidad y mis palabras.
Pero esa es la filosofía que le han impuesto al mundo entero. Simple, subestimada y devastadora: Todo se puede comprar y vender, todo.
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